Del libro Caras, caritas y caretas
(Editorial Sudamericana, 1996.)

Valentín Céspedes
Reportaje al desconocido de siempre

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A Valentín Céspedes lo conocí y lo entrevisté por primera vez en 1970. Casi un cuarto de siglo después, en el año 1995, volví a buscar al ya viejo hachero. Estaba vivo de cuerpo y vivo de conciencia. Vivo, en este país nuestro cada vez más sembrado de hambre, de analfabetismo, de in–solidaridad.
En 1970 lo encontré en medio del obraje chaqueño, en Pampa Juanita. Céspedes – un hombre que jamás había pisado una escuela– respiraba sabiduría. Por fin un personaje que no era de plástico posmoderno. Por fin una zancadilla a la frivolidad y a la hipocresía. Por entonces el hachero buscaba desesperadamente un maestro para arrancar a sus hijos de la condena del analfabetismo. Decía: “No más que un maestro pido. La escuela la hacemos nosotros. Estos troncos tumbados ya son los asientos, y el techo, pues señor, ya lo tenemos allá arriba en el puro cielo”.

(Dicen que el tiempo pasa. Pero, frente a lo que vamos a ver, uno se preguntará: el tiempo, ¿realmente pasa? Prestemos atención a lo que decía Valentín Céspedes hace 25 años, y después a lo que decía en 1995. Nos daremos cuenta que a cuatro años del siglo 21, en esta patria se ha consolidado, se ha agravado la desvergüenza. Si es cierto que estamos en el Primer Mundo, estamos para ser los sirvientes y el inodoro nuclear.
Avión hasta Resistencia. Auto por la ruta 16. Llegamos a la medianoche a Pampa del Infierno. Aquí no hay electricidad, y el cielo cerrado nos impide la luna. Un alero, un fueguito, una silueta. Ahí viene don Valentín. Nos adivinamos casi y de pronto estamos abrazados. Después de 25 años, abrazados sin una palabra. El flash del fotógrafo Santiago Turienzo me permite ver al viejo hachero: don Valentín tiene ahora el pelo blanco, pero la sonrisa plena de siempre. En la noche, el flash me dice que Valentín Céspedes todavía es cierto.
Acordamos juntarnos mañana temprano... Me voy a dormir, pero me desvelo. Cuatro horas para el alba. Me pongo a recordar aquel lejano primer encuentro con el hachero Valentín... Usted, lector, ¿sabe lo que significa la palabra pan, la palabra azúcar? Yo creía saberlo. Pero en realidad lo aprendí cuando conocí a Céspedes. Ahora, desvelado, rememoro aquel primer encuentro. Año 1970...: Llegamos al rancho de don Valentín. Con el sudor de la jornada puesto, nos extiende la mano:)

–En este buen día, Valentín Céspedes tiene el gusto de conocerlos... Estos son mis padrecitos, siete. Están tiernos mis gajos, pero qué le vamos a hacer, dos de ellos ya tienen que trabajar porque juntando las tres hachas agregamos un poco más de azúcar al mate cocido.
–¿Le alcanza para vivir, don Valentín?
–Alcanza para no morir. Alcanza para vivir un día más. Cuando nos va mejor, arrimamos carne a la olla y le ponemos pilas a la radio.
–¿Y su salud, don Valentín?
–Yo firme. Sabe el Señor que no me puedo enfermar todavía.  Eso sería sumar otra injusticia más.
–¿Cuáles son las otras injusticias?
–Injusto es vivir sin poder enfermarse. Injusto es tener que aceptar, sin estar presente nunca, el conteo de troncos que hace el patrón. Injusto es no tener escuela, ni maestro siquiera, para mis padrecitos. Injusto es estar condenado a la injusticia. Nadie nos escucha... Pero uno aprende a vivir, sabe. Cuando escasea la comida primero comen los niños más chicos, los que no comprenden por qué la olla está tan floja; después comen los padrecitos que están creciendo para el hacha; después come la madre. Al final, si queda en el fondo, como yo... Verlos comer a ellos no engorda, pero es como el azúcar que necesita el cuerpo de todo hachero. Al otro día uno se acuerda del comer de sus padrecitos y el aliento le dura un sol más.
–¿Qué quiere para sus hijos?
–Escuela.
–¿Nada más que escuela?
–Eso es lo primero principal. Porque no sólo de pan y azúcar vive el hombre. Hace años que pido y pido aunque más no sea dos meses de enseñanza de palabras y números para mis hijos... Pero para nosotros, gobierne quien gobierne, es igual. Antes de las elecciones nos verán y después ni la hora nos darán. Pero yo no pierdo la fe en la esperanza.

(Al final de aquel primer encuentro, Céspedes se puso a talar con el mayor de sus hijos. Cuando me acerqué, me dijo: “Lo invito a escuchar nuestra conversación. Las hachas dicen palabras. Mi hacha dice «pan». El hacha de mi padrecito dice «azúcar»... ¿Escucha?... Arrímese amigo... escuche:  pan... azúcar... pan... azúcar...  pan... azúcar…)
 
(Y el tiempo, con sus días, fue pasando. Y la década del setenta quedó atrás. Y la del ochenta también. Y promedia ya la década del noventa. Ahora, en este minuto de la eternidad –26 de julio de 1995– con las primeras luces estamos en el rancho de don Valentín. Allí nos está espera con su familia, con sus docenas de nietos. Sigue con su sonrisa enarbolada, pero con la cintura algo quebrada. Me dice:)

–Sabía que un día nos volveríamos a ver. Uno tiene fe. Y por tener fe suceden estas cosas. Aquí tengo conmigo los gajos de mi tronco. Hoy por hoy cuarenta y cinco nietos asoman. Mire usted.
–¿Y cómo anda, don Valentín?
–Cuando puedo en bicicleta, cuando puedo con estos pies.
–Ya veo. No ha perdido el humor.
–Pero la salud sí. Mi cuerpo anda descalibrado como un aparato que se echa a perder... Tengo la columna muy maltrecha, y una hernia que a veces no me deja ni toser y la muñeca del brazo izquierdo que a veces me abandona sin permiso... Pero uno sigue... Por ahí Dios se acuerda y me consigue una buena salud. Enfermedades del estómago no he tenido, pero de accidentes sí. Todo empezó cuando hace algunos años me arrastró la palanca del torno de los rollizos. Estuve sesenta y cinco días en manos de doctor. De doctor distraído, porque me dejó con un tumor en la cadera, por el hueso infeccionado. Después de mucho me puse en pie. Y, ya ve, los pies me sostienen. No tengo queja para mis pies.
–¿Por qué cambió de obraje?
–Por la salud de mi último padrecito y porque empezaron los problemas después que mi patrón leyó la escritura que usted me hizo en la revista... Me llamó y me dijo:«Céspedes, ¿por qué anda diciendo que los hacheros toman agua en donde hay bichos?» Yo le contesté: «Mire el agua que tomamos. Verá los bichos». Y me dijo: «Céspedes, ¿por qué anda diciendo que los hacheros duermen en el suelo?». Y yo le contesté: «Mire donde dormimos. Verá que es en el mismo suelo». Y me dijo: «¿Por qué no pide permiso, Céspedes, para andar hablando lo que habla con extraños?». Y yo le contesté: «El opinar de mi cabeza es el que dicta mis palabras. A mi entendimiento le pedí permiso. Y mi entendimiento me dijo que dijera lo que dije».
–¿Y después qué pasó?
–Después me fui del obraje y tuve que buscar un patrón de mejor corazón...
–¿Sigue hachando, don Valentín?
–Poco y nada. Pero voy al monte a ayudarles a mis hijos.
–¿Y cuánto cobra como jubilado?
–Ni para un vaso de agua.
–¿Menos de cien pesos por mes?
–No, menos no. Nada. No pude jubilarme. En el obraje uno va de patrón en patrón, de mano en mano. Error mío fue no exigir. Pero la desesperación me hizo cometer ese error. Tenía que mantener a mis padrecitos... Pero no todo ha de ser lamento en la vida. Cosas gratas tengo para contarle.
–Cuénteme.
–Tengo todos mis hijos y mi patrona con salud y mis cuarenta y cinco gajos... Todos vivos. ¿Vio? debemos estar por todo esto muy agradecidos a Dios.
–¿Todos sus hijos trabajan en el obraje?
–Casi todos. Cada uno gana 5 pesos por día. Cuando hay trabajo. El mayor, Ricardo, ya no puede trabajar. Enfermó de los pulmones. Y lo tenemos quieto. Entre todos hacemos por él... Si los pobres no nos arreglamos con el amor, no nos queda otra cosa que morirnos. O la botella.
–¿Usted sigue sin beber vino?
–Sí. Eso he preferido. Para tener más aliento... Ay, esta hernia...
–¿Y qué espera para operarse?
–Por aquí no tenemos tiempo para enfermarnos. No le conviene al hachero acostarse y caer en cama. No estamos para semejantes lujos, sabe.
–¿Y qué me cuenta del maestro que hace 25 años usted buscaba para que les enseñara a sus hijos y a los chicos cercanos? ¿Al fin lo consiguió?
–Nunca llegó a Pampa Juana ese maestro. Nunca me oyeron, aunque sabemos que hay tantos maestros sin trabajo... La ignorancia es peor que el hambre.
–¿Dijo Don Valentín?
–Dije que la ignorancia es peor que el hambre... porque la ignorancia nos acostumbra al hambre.
_¿Usted pudo estudiar en alguna escuela?
_Estudié las letras y las palabras seis meses... Yo me crié solo. Mi padre murió muy pronto y yo crecí de mano en mano... A los 9 años ya estaba abandonado y me encontré con el hacha, y desde entonces a hoy ésa ha sido la vida. Mucho me hubiera gustado tener dos o tres años de escuela. Con dos o tres años de escuela uno puede encontrar más justicia en el mundo.
–Si pudiera, ¿se pondría a estudiar ahora?
–Eso sería como recibir muchos panes y azúcar para tantos y tantos días.
–Alguien que responde así, como usted, está para vivir muchos años.
–Tengo mis setenta y dos. Con tres más ya está bien. Este cuerpo no se halla en el último cansancio, pero tiene dolores que no lo dejan hacer los trabajos. Yo le pongo a mi vida tres años más.
–Pero don Valentín, déjese de embromar y déle un par de décadas más.
–No. Está bien así.
–¿No ve que si usted pasa los noventa, dentro de veinte años yo le hago otro reportaje? Así me aseguro yo también.
–No está mala su ocurrencia, Rodolfo. No está mala. Pero con tres años más me considero bien cumplido. Y ya puedo dejarle mi lugar a otro.
–¿Le gustaría hacer un viajecito a Buenos Aires?
–Si fuera para conseguir maestro para los niños que están más lejos, adentro del obraje;  si fuera para que los que son muy leídos se opongan contra la injusticia de toda injusticia,  si fuera para eso, iría.
–¿Qué opina de Buenos Aires?
–Buenos Aires... Tengo entendido que allí no se ata perro con chorizos.
–¿Cómo es esto de atar perros con chorizos?
–Si al perro uno lo ata con chorizos, enseguida el perro se los va a comer y va a estar suelto. No hay perros inocentes, sabe.
–¿Y hay personas inocentes, don Valentín?
–Si me deja, le cuento la historia de un hombre inocente: aquí, el año pasado, mi hijo encontró un hombre perdido en el monte. Estaba extraviado, sediento. Y ya andaba en cuatro patas, arrastrándose, cuando mi hijo lo vio y se dio cuenta que era un cristiano. Lo trajo a su rancho, le habló bien, le hizo té primero y le dio mate después. Al rato le dio agua y algunas cosas mascadas, porque el hombre estaba hambriento. El hombre no era peligroso, no era mano ligera; por el mirar de su mirada no podía ser robón. Y bueno, el hombre agarró fuerzas. Al tiempo rumbeó para el norte, en busca de otro trabajo... Pero otra vez se perdió en el monte, se quedó sin comida, sin agua... así llegó hasta una estancia, en cuatro patas, y desesperado se arrojó a un bebedero de esos que usan para los animales de hacienda... Allí estaba tendido, bebiendo, cuando supo venir el patrón del campo y le pegó un tiro con la escopeta y lo mató. Después, el poderoso se defendió diciendo que el sediento había querido violar a su hija. Pero el hombre no tenía capacidad para eso. Era un indefenso. Era un hombre inocente que tenía sed... Sabe, Rodolfo, ese hombre fue matado por tener sed.
–Don Valentín, esto de ser hachero, talador de árboles, ¿le ha dolido?
–Y cómo no iba a dolerme. Sé que el mundo se va quedando sin árboles. El desierto es más grande a cada nuevo día... Por donde mire alrededor hay bosques violados.
–¿Violados por quién?
–Por los violadores de bosques. Que eso son. Gente prepotente que tiene máquinas, topadoras. Gente que tiene razón porque tiene plata.
–Perdón, ¿cómo dijo?
–Gente que tiene razón porque tiene plata. Se declaran dueños de miles de hectáreas. Y emplean brutos que necesitan ganar su pan. Brutos como yo y como mis hijos.
–¿Hasta sus oídos llegó la palabra ecología?
–Mi ciencia es poca y no ha recibido esa palabra... Pero adivino que tiene que ver con los violadores de bosques. A mí me ha dolido hacer el trabajo que hice. Pero más me iba doliendo el hambre de mis hijos... Entre los dos dolores he tenido que elegir. Triste eligimiento, sabe... Pero haciendo lo que hacía he sentido siempre el dolor de cada árbol.
–¿Los árboles sienten dolor?
–Pero tal cual. Como las personas. Porque a un árbol cuando uno le pega un tajo, si se fija bien, ve que le sale lágrima. Yo sé del dolor de los árboles. Tanto me gustaría terminar mis días defendiéndolos, siendo guarda–árboles. Pero no sé si podré hacer esto... No sé, no sé cómo se hace justicia con la injusticia.
–Don Valentín, ¿puedo preguntarle si alguna vez fue feliz?
–Feliz vengo siendo. Muy feliz en la vida... no me ha faltado, como dice la canción, un vasito de agua fría, un beso de la boca de ella, y tengo mis hijitos y mis gajitos. He criado a mis hijos con sacrificio, pero me han salido buenos y amables. Y me siento dichoso por eso. Pero cuánto me hubiera gustado darles escuela, un maestro... Hay que cuidarse de la ignorancia, sabe. Porque la ignorancia termina por embrutecer el cuerpo, y embrutecer el alma y hasta embrutecer el corazón.
–Me gustaría oír otra vez lo que acaba de decir.
–Porque la ignorancia termina por embrutecer el cuerpo y embrutecer el alma y hasta embrutecer el corazón.
–Vuelta a vuelta se toma la cintura, don.
–Es que no deja de doler. Uno se acostumbra a todo. Y se acostumbra al dolor. Será que ahora lo que me duele es la costumbre.

(Don Valentín se aparta un momento para darle una mano a sus hijos que están subiendo un pesado tronco al carro... Y pienso en nosotros, en los ciudadanos, en los alfabetos, en los que comemos con mantelito... Deberíamos detener el vértigo que nos lleva a ninguna parte, hacer una pausa en la obscena frivolidad nuestra de cada día; deberíamos reflexionar, a fondo: ¿no habrá una manera de darle una jubilación a Valentín Céspedes y alfabetización a los miles de miles que, como él, lo dieron todo pero siguen a merced de la intemperie? Dar, claro, sin que signifique el analgésico de la beneficencia. Faltan menos de cinco años para el siglo 21. Algo que no sea discurso tenemos que hacer. No es posible que hayamos extraviado la conciencia. No es posible que hayamos perdido la vergüenza... ¿Acaso vamos a cambiar el mundo? Aunque es imposible, damas y caballeros, sí, tenemos que cambiar el mundo... Pero volvamos al hachero Céspedes.)

–Don Valentín, usted quería decirme algo.
–Nada... nada... sólo quería decirle que hice cuanto pude... y cuanto pude es tan poco, tan poco. Mis padrecitos siguen agarrados por la pobreza... ay... y mi cuerpo ya no sirve para hacer las fuerzas...
 
(Don Valentín, un hombre duro, repentinamente se quiebra. Ha apoyado su cabeza en el mango del hacha. Inclinado, llora en voz alta. Llora como sólo se animan a llorar los niños. El fotógrafo saca una foto pero no tiene fuerzas para otra. Con la espalda doblada está don Valentín... No sé qué hacer. Me quedo sin palabras. Apenas si le pongo la mano en el hombro. Don Valentín llora y se disculpa por eso:)

–Perdonemé, Rodolfo. Perdonemé. Yo hice cuanto pude... pero pude tan poco.
–Vamos, don Valentín. ¿Ha perdido la fe en la esperanza?
–No, Rodolfo. Eso nunca. Cuando pierdo la fe, tengo esperanza. Cuando pierdo la esperanza, tengo fe. Por último, sabe, siempre tengo fe en la esperanza.

  (Se endereza. Camina unos pasos, se arrima a uno de sus hijos y olvidándose de su hernia y de su columna, toma el hacha para terminar con un volteo:)

–Vamos, hijo. Mi hacha dirá pan. Su hacha dirá azúcar.
–Ah, papá... lo haremos como antes.
–Sí, hijo, como antes. Ahí vamos... mi hacha dice pan...
–...mi hacha dice azúcar.
–Eso es... pan...
–...azúcar...
–...pan...
–...azúcar...
–...pan...
–..azúcar...

(El árbol se inclina sin retorno, cae. Don Valentín se endereza despacio. Disimula su jadeo. Desandamos el monte, y nos llega el intolerable momento de la despedida. El abrazo que nos estamos por dar, se queda ahí, suspendido en un tenue apretón de manos. No nos animamos a decirnos adiós. Don Valentín, bajito y al oído, me dirá algo más:)
–Sepa perdonar mi llanto, Rodolfo... Con el corazón, este viejo le promete que nunca perderá su fe en la esperanza.