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II. Texto discurso apertura
Texto del discurso de apertura
de la Feria del Libro de Mendoza 2016.
Buen día a la hora que nos sea.
Pregunta urgente: ¿ustedes saben por qué estoy aquí, aquí, en este instante?
Estoy aquí por dos razones. La primera: porque “ellos” se lo merecen.
¿Quiénes son ellos, los que merecen el tributo de esta Feria del Libro de Mendoza?
Tienen nombre y apellido: ellos son mi mamá, Juana Zarategui; mi papá, Andrés Braceli y Gildo
D’Accurzio. Gildo, el hombre que volvió a publicar mi primer libro, prohibido y quemado, en
1962, en esta Mendoza, durante un gobierno de facto y entonces violador de la Constitución.
La otra razón por la que estoy aquí hoy, es porque estoy vivo. Y estoy vivo de pura casualidad,
porque me fui de la amada Mendoza cuando ya no pude trabajar más de periodista. Si mi hubiese
quedado, promediando la década del 70 muy posiblemente hubiera padecido la cárcel, la tortura, la
muerte prematura, como esa que padecieron dos seres con los que compartí oficinas en el viejo
diario Los Andes. Me refiero a Antonio Di Benedetto y me refiero al tan alevosamente olvidado
Jorge Bonnardel.
Me salvé porque no estaba en el sitio que tanto amo. Pero aquí estoy hoy, respirando, vivo y muy
distinguido por la Feria del Libro de Mendoza. Mi agradecimiento a quienes me eligieron para eso.
A más no se puede aspirar, salvo al premio Nobel. Pero, que no cunda la alarma. Ya le escribí a la
academia de Suecia diciéndoles que ni se les ocurra darme el Nobel. Ese premio se ha mancado
hace rato, desde que se lo negaron a don Borges, el sumo ciego; desde que se lo otorgaron a
lamentables líderes imperiales que vienen estando muy entretenidos en hacer guerras preventivas,
petroleras asesinaciones justificadas por eso que, dulcemente, se ha dado en llamar neoliberalismo.
(Pensar que la palabra liberalismo viene de libertad; qué penosa paradoja.)
Homenaje y ego y etcétera
Hace más de tres meses Diego Gareca –el Secretario de Cultura de la provincia–, me llamó
telefónicamente para anunciarme que la Feria del Libro del 2016 iba a ser en mi “homenaje”. Al
momento de esa llamada, mi ego, que viene abollado, mi ego empezó a toser, a carraspear. A duras
penas pude ponerle riendas, compréndase que después de todo soy argentino. Le pedí a mi ego que
se bajara del caballo; para eso le expliqué que el caballo era de cartón pintado, un caballo de
calesita. Y que la calesita, madremía, la calesita ni gira, está inmóvil. (Ocurre que el calesitero no
puede pagar la luz.)
La cuestión es que acepté la enorme distinción, pero con una condición, innegociable: que en mi
caso no se usara la palabra “homenaje”. ¿Por qué? Porque los homenajes convalidan que alguien
dejó de respirar por tiempo indeterminado. O eligen para honrar a humanos sumamente ciegos, o
sumamente sordos, o sumamente rengos de la pierna izquierda; y de la derecha también. Entonces,
para decirlo con una expresión futbolera, con todo respeto: homenaje ¡las pelotas!
El caso es que, haciéndome el güevón, acepté. Y aquí estoy.
Como ciudadano y escritor y periodista, y, si me lo permiten, como poeta.
El enorme halago de este tributo no me va a hacer olvidar de dónde vengo, ni el rumbo del
compromiso, de la ideología, que he elegido para sembrar mis días y mis noches.
Vengo de mis padres. Repito, y con vehemencia: ellos se merecen este tributo. Y se lo merecen
ellos porque me escribieron los más de 30 libros que he publicado y me escriben los libros que
estoy amasando. Aire mediante, ellos me escriben, y yo me dejo. Cada día salgo a mi terraza,
muerdo un poco de aire matinal, pronuncio en voz alta los nombres de mis padres y siento que me
dicen, empujándome, “vamos, hijo, ¡que hoy hay que meterle!” Y yo, empujado, alentado por
ellos, le meto, entusiasmado como si fuera un pendejo.
Permítanme contarles: mis padres no tuvieron ni universidad ni colegio ni escuela. Mi madre,
Juana Zarategui, apenas si completó el segundo grado. Era una locomotora y, como todas las
madres, una extraordinaria adivinadora: petisa, vigorosa, me solía decir que yo era el vago de la
familia. Cuando le avisé que yo iba a estudiar Filosofía y Letras salió a preguntar en el vecindario
qué era eso. Todos, menos un violinista chiflado, le decían: “Juanita, tu hijo se va morir de
hambre si estudia eso”. Durante meses, mi madre lloró en voz alta... Un día de febrero –ella estaba
planchando en el corredor– me dijo que había escuchado en la radio que empezaba la inscripción
para “la carrera esa”, y me preguntó imperativa cuándo pensaba ir yo. “Y… mamá, iré un día de
estos.” Mi madre clavó la plancha en la espalda de una camisa, y me gritó: “Esta tarde mismo vas
y te inscribís en la facultad de mierda esa. ¡Basta de rascarte las verijas!”! Y yo le hice caso.
Así de rotunda era la madre que me parió. Ella solía decir: “Si uno no trabaja, se lo comen los
bichos… Y si uno sí trabaja, también se lo comen, pero un poco después.”
Que quede entre nosotros: mi madre era poeta porque no lo sabía. Les cuento: cierto día mi padre
trajo a nuestra casa un lavarropas modelo eslabón de lujo. Toda una novedad. El caso es que la
Juana salió a la vereda y empezó a contarle a todo el vecindario: “El Andrés, ¡el Andrés me regaló
un jabón de lujo!” Allí, la Madremía, produjo instantáneamente un poema, una insuperable
metáfora: ¿qué otra cosa es un lavarropas que un prodigioso jabón de lujo?
Sigo con ella: un día mi madre –estaba preparando el puchero– me dijo, sin opción: “Cortate el
pelo vos, parecés poeta.” Mamá, yo soy poeta. “¿Ah sí? No me digás. Cortate el pelo o te lo corto
yo. ¡Qué necesidad tenés de andar pareciendo poeta!” Yo le hice el caso. Y aprendí algo que
escribí en el librito que me quemaron: que para ser poeta no se necesita parecer poeta.
Andrés Braceli, el otro que me hace los libros
Nació en España, Andrés; eso sucedió en Aspe, cerca de Orihuela, un pueblito de Alicante.
Andresito tuvo que embarcarse solo hacia la América, porque a último momento, por problemas de
migración, mi abuela debió quedarse en el puerto español con sus otros hijitos. Tenía 14 años mi
padre cuando subió al barco con todas las pertenencias de la familia. En el puerto de Buenos Aires
no lo esperaba nadie. Su padre, mi abuelo, ya estaba en Mendoza abriendo cloacas. Tres días en el
hotel de los inmigrantes y Andresito subió a un lento tren con su mudanza. Llegó a la provincia y
al otro día su padre lo puso a trabajar con él; le dio una pala y ¡a meterle, coño! Pronto a mi padre
se le ampollaron las manos inéditas de trabajo, pero no se animaba llorar en voz alta. Mi abuelo lo
castigaba… Mi padre trabajó desde entonces, siempre, después siguió, junto a mi madre; trabajó
hasta en los días de guardar. Habían pasado sus 65 de edad cuando se tomaron las primeras
vacaciones.
Algo más les cuento: mi padre no conoció la escuela. Mi bestial abuelo, si lo sorprendía con un
libro o un cuaderno, le rompía el alma; y el cuerpo también. Mi padre cerca de sus veinte años tuvo
una enfermedad que por entonces no tenía nombre, poliomielitis. Bueno, los vecinos tuvieron que
sacarlo de las manos furiosas de mi abuelo, quien, por supuesto, decía que lo de su hijo eran
“mañas de un granuja ¡para no trabajar!” La cuestión es que mi padre se atendió con un médico
naturista, un alemán que le recetó una barra para colgarse y baños de agua helada, en pleno
invierno. Así salió a flote. Una pierna más flaquita no le impidió ser un gran caminador. Pero lo
mejor de todo esto es que mi padre, a sus 21 años, empezó a tomar lecciones a escondidas, con un
maestro particular de Luján de Cuyo.
Todo esto parece cuento, ¿verdad? Puedo demostrar que no. Aquí tengo, conmigo, uno de los
cuadernitos de esas lecciones particulares de idioma, de aritmética y de caligrafía. Y guardo uno de
los recibitos donde constaba el pago de esas lecciones. ¿Lo alcanzan a ver? Les puedo leer unas
líneas de la primera hoja…
Así es: mi padre con mi madre, los dos sin escuela, me dieron todo lo que soy. Me hicieron. No
retiro lo dicho: ellos, el Andrés y la Juana, me escribieron mis más de 30 libros publicados y
algunos otros más... Y me los siguen escribiendo. Ellos encarnan a los primordiales, a los
desconocidos laborantes de siempre. Y yo estoy aquí, muy condecorado por este tributo, porque
ellos, ellos se lo merecen.
Soy argentino. ¿Soy también latinoamericano?
Enseguida les cuento sobre Don Gildo. Antes quiero dejar constancia de que soy argentino. Y,
como tal, de que estoy avisado que mi ego puede romper bolsa en cualquier momento.
Entiendo el ser argentino integrando el mundo, pero a partir de Latinoamérica. No coincido, para
nada, con los que consideran que nos quedamos “afuera del mundo” si hacemos primero pie en
Latinoamérica. Soy del parecer que, al contrario, sin ser parte del organismo de la América del sur,
no podemos, dignamente al menos, ser parte del mundo.
Pienso y siento que la Argentina o será Latinoamérica o si no será nada.
¿Es que yo ahora, por un casual, me estoy refiriendo a la Patria Grande?
Sí, me estoy refiriendo a la imprescindible Patria Grande. A la realización del sueño de Artigas,
de Bolívar, de San Martín, de Belgrano, de Monteagudo, de Marti, y de tantos que soñaron y
sembraron dignidad.
Para que no queden dudas: cuando digo Patria Grande digo, también, como el poeta, Matria
Grande. Y más me animo a decir (aunque contradiga la moda que nos arrasa por estos días): digo
no sólo Patria Grande y no sólo Matria Grande, agudizo mi concepto y digo Mapatria Grande.
En este punto estamos muy pendientes. A propósito de Latinoamérica y de la moda alevosa, el
neoliberalismo, que nos arrasa sin mirar a quien, no quiero dejar pasar este minuto del 9 de
setiembre del año 2016 después de Cristo, no quiero dejarlo pasar aunque parezca fuera de
contexto, sin enviar, con todas las sílabas, este abrazo solidario a la democracia, hoy tan violada,
de Brasil.
Los argentinos, ¿hasta cuándo los “más” del mundo?
Los argentinos, según pasan las generaciones venimos agarrados a una frase que no soltamos.
Decimos y decimos y decimos estamos tocando fondo. En el fondo esa frase es una comodidad.
Porque cuando decimos “estamos tocando fondo” queremos decir que ya más abajo no podemos
estar; que en adelante, por el simple hecho de ser argentinos, lo que nos queda sólo es ascender,
progresar.
Los argentinos, por generaciones, fuimos criados con la idea de que Dios había nacido aquí
nomás. Con la idea, consolidada por Fangio y por Maradona, de que no hay caso somos los
mejores del mundo. Pero con el tiempo la calamidad nos volteó el orgullo y le rompió el espinazo a
nuestro empinado ego, y entonces empezamos a decir, con fruición, que éramos los más peores del
mundo. La realidad otra vez nos sopapeó y tuvimos que aceptar que tampoco éramos los más
peores, entonces encontramos el consuelo de una coartada diciendo que los argentinos somos los
más inexplicables del mundo. Siempre, siempre los más. Nuestra utopía más utópica, más
extremas, podría ser, algún día, animarnos al aprendizaje de la modestia.
Pero, tendremos que convenir que sí, somos muy entretenidos. Y que ser argentino no es nada
del otro mundo. En fin, que ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera.
A la hora de ser ciudadano, periodista de profesión,
pienso que en estos tiempos se habla y se habla y se habla de ética y de corrupción. Creo que nos
convendría tener presente que la verdadera ética y la verdadera corrupción, como la caridad,
empiezan por casa.
Feo, muy fiero eso de andar tirando pesadas valijas repletas de dólares por sobre los muros de los
conventos.
Asimismo, feo, muy fiero eso de, prolijamente, anidar fortunas en esos paraísos terrenales que se
llaman fiscales. Ladrones son los que reciben y son los que dan. Para ellos, justicia. Justicia sin
arresto domiciliario. Los adanes fiscales son tan ladrones como los valijeros místicos.
Aunque parezca remoto e ingenuo tenemos el derecho y el deber de empezar a construir un
mundo sin ninguna clase de paraísos.
Y tendrá que venirnos el día en el que aprendamos que hay alguien al que jamás podremos
coimear. Convenzámonos: a nuestro destino no lo podremos coimear, nunca.
La creencia en la bendición de ser argentinos se nos ha transformado en una maldición. La
maldita bendición de ser argentinos. He ahí, tal vez, la semilla de nuestra renovada condición de
inexplicables.
Biblioteca, sinónimo de democracia
Hace minutos pronuncié el nombre de San Martín. Considerando que estoy en una feria de libros,
sobre este padre de la patria quiero subrayar que antes que militar fue ciudadano. Por ejemplo, a la
fortuna en oro con que el gobierno de Chile decidió recompensarlo, tras la liberación de esa patria,
San Martín la destinó, entera y sin tocarla, a levantar la Biblioteca Nacional de Chile.
San Martín, además, jamás justificó las torturas y escribió una frase que resulta saludable reiterar
en esta Feria del Libro: “La Biblioteca será superior a nuestros ejércitos.” Suena como una
canción, y las canciones se repiten sin por ello sean reiterativas: “La biblioteca será superior a
nuestros ejércitos.”
Quien dice biblioteca dice democracia. A más bibliotecas más democracia.
A propósito: la democracia no es ni buena ni mala, no es ni virtuosa ni perversa. La democracia
nos espeja. Es cómo somos. Y es lo que dejamos de ser. La democracia entre nosotros no es ni
adolescente, como decimos para justificarnos. Ni es niña, apenas si gatea, nunca terminó de estar
consolidada. Porque los nostálgicos de la Mano Fuerte siguen estando a la orden del día. En
nuestra sociedad, trabajada para la desmemoria, hay muchos, demasiados, que aunque no son
cantores, se cantan en la democracia. La usan y la abusan cuando les conviene; como también
usaron, y la pasaron macanudo, en las dictaduras.
Vivimos tiempos equívocos, tiempos sembrados para el desaliento. Se pregona que se han
terminado las ideologías. Hoy ideología es una mala palabra. Falso. Quienes afirman y propagan
esa opinión, hacen ideología. Y muy eficaz. Los medios de descomunicación contribuyen a esa
trampa. Durante años se trabajó desde los pulpos medios descomunicadores, para sembrar la
paranoia, para crear en esta sociedad la sensación del nunca se vio algo así, la sensación de fin del
mundo. Es evidente: la paranoia se hizo carne en nuestra sociedad. Y como de carne somos, se
convirtió en ideología. (En ideología de derecha. Por supuesto).
El caso es que nuestra mentada democracia sólo tiene el abrigo de la intemperie. Y está a
merced de la buitredad de los buitres de afuera y de la buitredad de los alevosos, incansables,
buitres de adentro.
Como ciudadano habitante pienso que no le tenemos que tener miedo a la discusión. Ni a las
antinomias. Ni a la famosa brecha. La brecha forma parte de la costumbre humana. Si es por
tenerle miedo, tengámosle miedo a la indiferencia, a la abulia, a la lavada de manos y, sobre todo,
tengámosle miedo a la desmemoria que nos garantiza más y más impunidad.
No, no le tengamos miedo a la confrontación, tengámosle miedo a la hipocresía.
Pienso que no debemos terminar con la política; al contrario, debemos empezar con la política.
No nos podemos dar el lujo de la desesperanza, ni el lujo del ma’ sí, ni el lujo de bajar los brazos.
Cuidemos a nuestra democracia, haciéndola. Que no nos gane la conciencia digestiva, la
conciencia eructante. Despertemos.
Como ciudadano habitante, periodismo mediante, creo que el ejercicio de la política es algo muy
diferente que la fabricación publicitaria de monicacos vacíos, invertebrados, de candidatos de
careta bonita.
Despertemos. Los globos, globos son.
Despertemos, y a la hora de dormir durmamos, sí, pero con un ojo abierto. Y el otro también.
El mejor oficio del mundo. O el más abominable
Una parte de esta Feria que me distingue, se demora en mis labores de periodista. Voy a volver
sobre una frase de Gabriel García Márquez, cuando dice que el de periodista es el mejor oficio del
mundo. Pero me atrevo a agregarle unas palabras. El de periodista también puede ser el oficio más
abominable, más penoso, más patético. Y eso pasa cuando trabajamos con indiferencia, cuando nos
convertimos en partenaires, en dactilógrafos o voceros a sueldo de empresas que sólo velan por sus
carniceros intereses.
A propósito de ética y de corrupción, los periodistas parloteamos mucho, demasiado, sobre esos
dos asuntos. Tenemos que recordarnos que faltamos sin asco a la ética y somos corruptos cuando
somos demasiado obedientes, cuando cedemos al conformismo y la obsecuencia; cuando nos
dejamos ganar por la indiferencia, cuando nos distraemos de la realidad. En tales casos somos
cómplices, somos una lástima. Contribuimos a la buitredad, contribuimos a la desmemoria y
contribuímos a la suicidación de este planeta arrasado por el tsunami voraz del viejo
neoliberalismo que ha podrido las aguas y podrido los aires y ha extenuado la tierra, meta soja,
meta monóxido de carbono, concretando el genocidio degollador de bosques, y el exterminio por la
minería a cielo abierto. Y etcétera. Y etcétera. Y la madre que nos parió. Y el padre que también
nos parió.
Hablando de ética pienso que los periodistas, si no tenemos algo que decir, no lo digamos. Por
otra parte, tratemos de escribir y hablar el castellano en castellano. El castellano de aquí.
Y, por favor, no nos olvidemos de la ética de la sintaxis.
A propósito de no olvidar quiero traer aquí, una frase de un joven atrevido, vehemente,
peligrosamente pensante al que, en un viaje en barco hacia Londres, le dieron un tecito. Y entregó
lo que los médicos llaman el rosquete. Se murió en horas, al parecer por el té, y lo tiraron, bien
envuelto, al mar. Fue unos de nuestros primeros desaparecidos. El jovencito se llamaba Mariano
Moreno. Mariano Moreno, el patrono de los periodistas, decía: Es preferible una libertad peligrosa
a una servidumbre tranquila.
Hoy muchos, demasiados, parecen haber elegido una servidumbre tranquila. La conciencia
digestiva, eructante.
La era de los eufemismos
Este Siglo 21 está narrado por los eufemismos. Por la impunidad de los eufemismos. Las
canalladas de estado más tremendas, las asesinaciones masivas más escalofriantes se disuelven, se
licuan a través de dulces eufemismos. Y gran parte del periodismo se acomoda a eso y lo
multiplica…
¿Qué decimos cuando decimos racionalización laboral? Decimos que decenas, que cientos, que
miles de hombres y mujeres son o serán desempleados y quedarán a la deriva con sus familias.
¿Qué decimos cuando decimos guerras preventivas? Decimos genocidios preventivos, realizados
con la excusa de la defensa de las libertades y la democracia, genocidios que devoran a cientos de
miles de seres, genocidios motivados por la insaciable sed de petróleo.
¿Qué decimos cuando decimos efectos colaterales? Decimos que un misil inteligente, por error
“involuntario”, arrasó con casas y vidas a una aldea entera, a una escuela, a un hospital.
¿Qué decimos cuando decimos interrogatorios exigentes? Decimos torturas insoportables,
picanas en testículos y vaginas; decimos, para conseguir la supuesta verdad, que se está
desnucando la condición humana.
Es evidente: nos hemos acostumbrado aceptar la normalidad impune de los eufemismos. Estamos
transitando, no ya la edad de piedra, sino la edad de los eufemismos. Digámoslo con todas las
sílabas: la impunidad de los eufemismos es consumada, a diario, por nosotros, los periodistas.
Pregunto y me pregunto: ¿cuánto, cuánto falta para que nos llegue el día en el que se escriba el
libro de la Obediencia Indebida en el periodismo?
Don Gildo, madera santa para los clavos literarios
Al comenzar dije que acepté ser honrado por la Feria del Libro 2016 de Mendoza, porque Gildo
D’Accurzio lo merece. Quiero contarles quién fue don Gildo…
Había una vez en un sitio del mundo llamado Mendoza, un hombre que tenía la costumbre
semanal de enviar sobres anónimos a escritores. Escritores que estaban en estado de pobreza
extrema. Esos sobres llevaban dinero. Para concretar eso lo mandaba a su hijo: “Pasalos por
debajo de la puerta, sin que te vean.”
Ese hombre era don Gildo. Don Gildo tenía una imprenta prodigiosa en la calle Buenos Aires y
Rioja. Imprimió libros para Alemania, para Italia. Imprimió más de 1500 títulos, entre ellos joyas
como Homenaje a Fritz Krüger, en doce idiomas y dialectos. Hasta imprimió libros en griego y
sánscrito. Consta en sus cartas: Julio Cortázar lo admiraba, y estuvo a punto de publicar en su
imprentita. Esa imprentita hasta 1970 nos editó a todos. Desde Antonio Di Benedetto a Tejada
Gómez, desde Ramponi a Draghi Lucero. A todos.
Cuando su hijo, el repartidor de sobre anónimos se murió a sus 14 años de edad, don Gildo dejó
sin llave la puerta de su casa, siempre, porque sentía que el hijo iba a volver. Para vadear su
insoportable dolor don Gildo hizo un concurso literario que se llamó Clavel del aire. Por ese
premio, editaron sus primeros libros varios grandes escritores mendocinos que trascendieron al
mundo. Pero las envidias y miserias de nosotros, los escritores, obligaron don Gildo a terminar
con el concurso. De todas formas don Gildo siguió imprimiendo nuestros libros. Siempre le
pagábamos más delante, un día de estos, es decir nunca. Don Gildo fue madera santa para nuestros
clavos literarios.
A mediados de 1962 la Biblioteca San Martín editó mi primer librito de poesía, Pautas eneras,
42 páginas y abrochado. Mi leve librito escandalizó al gobierno de facto que por entonces tenía la
Mendoza conservadora; escandalizó a su director de Escuelas y escandalizó, particularmente, al
entonces Ministro de Gobierno. La cuestión es que lo prohibieron y lo quemaron en el playón
trasero de la Casa de Gobierno. Por esos días, me lo crucé en la vereda a don Gildo. Apenas si lo
conocía. Me dijo sobre el pucho: “Me enteré de lo que pasó con su libro. Traigameló, lo vamos a
publicar de nuevo.” Y al mediodía del 24 de diciembre de ese mismo año, 1962, mi librito estaba
otra vez en la calle, desafiando los fuegos.
Quiero detenerme en algo que me pasó: yo estaba con el ceño apretado, don Gildo me dijo:
“¿Qué le pasa, Rodolfo? Ya sé:usted está enculado con el fuego. Yo le dije que sí. Entonces me
invitó a salir de la imprenta y caminar unos metros por la misma calle Buenos Aires. Entramos a
una panadería. Don Gildo pidió permiso para pasar al fondo, allí estaba el horno, crepitando. Don
Gildo me dijo: “Vea, ahí tiene el otro fuego”. Y en un segundo me enseñó que hay dos fuegos: el
que sirve para quemar personas, para quemar libros y el fuego que sirve para darle semblante al
pan…
Como yo seguía con mi ceño y mi cara melancólica, don Gildo me preguntó qué me pasaba. Le
dije: “Es que estoy preocupado, me demoraré varios meses en pagarle la edición.” Don Gildo me
respondió: “Eso lo solucionamos ahora mismo. Me compra dos kilos de pan y con eso me paga los
mil ejemplares.” Pero Don Gildo –le dije– , son 1.500 ejemplares. “El mes que viene me compra
otro kilo de pan y con eso me habrá pagado la edición entera.” Y así fue.
Algo más: don Gildo, ya anciano, quiso vender por un precio simbólico su imprentita a la
Universidad de Cuyo. Por entonces la Universidad tenía que darle el equivalente a 5 meses de lo
que le pagaba por folletería y publicaciones académicas. La burocracia de esa Universidad, plagada
de derechudos, lo abrumó a don Gildo. Y la imprentita se fue deshojando; fue destinada a un
pabellón de la cárcel y, lo peor de todo, fue a parar al Círculo de Periodistas, se fue descuartizando.
Por no decir que se fue al carajo.
Cuando yo lo encontraba a don Gildo en alguna vereda céntrica, él, ya anciano, apretaba los ojos
para no soltar las lágrimas y se tapaba los oídos, decía que “para no escucharse la tristeza”.
Lo que don Gildo hizo por la cultura de Mendoza es inconmensurable. Don San Martín, el
general que aspiraba a ser ciudadano, ese que decía que la biblioteca es superior a los ejércitos, don
San Martín estoy seguro que a la gran avenida que se lleva su nombre le pondría el nombre de
Avenida Gildo D’Accurzio.
Gracias, don Gildo, Por editarnos a todos, y por enseñarme que hay un fuego asesinador y que
hay un fuego panadero. A Don Gildo le prometo que uno de estos días compraré otro kilo de pan y
me iré a comerlo a alguna plaza; a comerlo con el primero que encuentre. Así celebraré su intenso
recuerdo.
Los fuegos de una provincia conservadora
En este minuto tengo una buena, una muy buena noticia para darles: enseguida voy concluir con
este palabrerío entusiasmado.
Pero antes, dos palabras más sobre el fuego: nuestra Mendoza tiene una larga tradición de fuegos
perversos: mi primer libro lo padeció, pero por eso no soy un sargento Cabral, no soy un héroe ni
un mártir. Soy uno más. En esta tierra padecieron fuego y bombas varios teatros, pienso en aquella
exposición de Julio Le Parc en la salita de Patiño Correas y Pampa Mercado. El fuego llegó a
morder dos o tres de sus cuadros. Recuerdo el vía crucis de Carlos Owens. Recuerdo aquellas
prostitutas de la Alameda a las que unos encapuchados que enarbolaban el nombre de un Papa,
molían a cadenazos y las marcaban con un anticipo del fuego del Infierno.
Y pienso en Víctor Hugo Cúneo, aquel poeta al que le quemaron una, dos, tres veces su
quiosquito de libros usados. Después, en un día de perfecta primavera se quemó él, en plena la
plaza Independencia. Cúneo, tan flaquito, se prendió fuego para hacer juego / con el fuego.
A esa Mendoza represiva, pacata, siempre partidaria de la mano fuerte y, llegado el caso, de los
fuegos ejemplarizadores, hay que recordarle las palabras de Shakespeare que solía citar José
Ingenieros: “Hereje no es el que arde en la hoguera sino el que la enciende.”
Brindis reflexivos
Mis gracias por este reconocimiento que “ellos” se merecen.
En medio de tantas impunidades, me voy a permitir ya mismo usar la impunidad de imaginación,
de la ficción. Hago de cuenta que aquí hay una botella de luminoso vino oscuro. Y la descorcho
para sembrar en estos aires un puñado de brindis reflexivos.
Brindo por los que perdieron la vida pero no perdieron su dignidad.
Brindo por los fracasados, por los desdentados, por los desgajados, por los desempleados, por los
desolados.
Brindo por los que quedaron en el camino, pero nos hicieron y nos hacen el camino.
Brindo por los que hacen el pan y hacen el amor con el mismo sudor.
Brindo por los artistas y por los escritores jóvenes de todas las edades.
Brindo por el prodigioso insomnio de la democracia.
Brindo por la Patria Grande, y por la Matria Grande; es decir, brindo por la Mapatriagrande.
Brindo por los que tienen las manos limpias, porque no se lavan las manos.
Brindo por los que no bajan ni bajarán los brazos. Por los que sueñan a rajacincha.
Brindo por la memoria, porque la memoria no es retroceso, la memoria nos está semillando el
futuro. Porque la memoria es la forma más ardua de la esperanza.
A propósito de dignidad brindo por las hacedoras de resurrección, brindo por los talismanes de
sus pañuelos blancos, brindo por las porfiadas, por las imprescindibles Madres Abuelas de Plaza de
Mayo.
Brindo, por ellas pese a las inclemencias de los tiempos.
Y diciendo ¡salud! digo gracias tres veces:
Gracias, mamá. Gracias, papá. Gracias, don Gildo D’Accurzio.
Posdata, con Plegaria de intemperie
A propósito de la dignidad y de la esperanza como deber, algo definitivo aprendí de Valentín
Céspedes, un hachero chaqueño sin escuela que se pasó la vida buscando maestro para sacar a sus
hijos del anonimato genocida del analfabetismo. Ese hombre, me dijo: Cuando pierdo la fe, tengo
esperanza. Cuando pierdo la esperanza, tengo fe. Por último, sabe, siempre tengo fe en la
esperanza.
La mapatria de este sur será de los que tengan fe en la esperanza. Y la del mundo entero,
también.
En este momento de extravío y de conmoción narcisista y egotista, como la que puede provocar
el hecho de ser elegido como referente central de una Feria del libro, mi más honda forma de
agradecer es, ahora mismo, pronunciando junto a Luisa Kuliok, actriz comprometida con los que
sólo tienen el abrigo de la desnuda intemperie, mi Plegaria furiosa, para la Madres y Abuelas,
parteras de la memoria:
RODOLFO –– Permiso, Memoria. Permiso, Conciencia.
¿Qué sería de nosotros si Ellas, las Madres Abuelas, no existieran?
¿Qué quedaría de nosotros si Ellas no hubieran salido
a alumbrar la más eterna de las noches?
¿Qué sería de nosotros? ¿Qué?
¿Estaríamos de pie? ¿Estaríamos en cuatro patas? ¿Estaríamos?!
LUISA–– Ellas nacieron para semillar semillas.
Nacieron para resucitar lo desaparecido.
Ellas gritan con el alarido y gritan con el silencio.
Supieron, ellas, convertir a la intemperie en abrigo
y a la desgracia en linterna.
Fueron, ellas, la única luz que atravesó aquella eterna noche
impuesta por los violadores de la vida y de la muerte.
Aquella demasiada noche en la que hasta
se robaban criaturas, de cuajo, desde la placenta.
Ay, ellas se tutean con el milagro
pero no esperan que caiga del cielo.
Una de dos: lo hacen o lo hacen, al milagro.
R–– Si el diablo mete la cola, no importa:
ellas siguen hacia donde iban.
Si Dios no baja, no importa: ellas llegarán donde querían.
Ellas van… van cuando van y van cuando regresan.
Van hacia adelante, aunque giren: ellas son la memoria del círculo.
L–– Ellas pueden atravesar la oscuridad,
y pueden mirarlo al sol, sin bajarle la mirada.
Tercas, porfiadas, tenaces,
ellas son el último resto de locura que le queda al mundo.
Luminosa locura imprescindible
para enfrentar la atroz devastación de los indiferentes.
Salieron, salen y seguirán saliendo, ellas, a despertar
a los que se esconden en la abstinencia;
a los que se escudan en el borrón y cuenta nueva.
Salen, ellas, a darle vuelta los bolsillos a la mismísima muerte.
R–– No necesitan brújula, ¡para eso sus corazones!
L–– No necesitan sol ni necesitan luna, ¡para eso sus corazones!
R–– No necesitan escudos, ¡para eso sus corazones!
L–– No necesitan pensar, ¡para eso sus corazones!
R–– No necesitan armas, para eso, para eso ¡sus corazones!
L— Alguna vez ellas tejieron. Alguna vez hicieron arroz con leche.
Alguna vez posaron sus labios sobre la frente ardida de su criatura.
A ver si nos entendemos: ellas hacen las cosas de la casa.
Y hacen de comer, como ninguna.
Pero, todo, absolutamente todo lo dejaron
y salieron y salen y saldrán, ellas, para ser linternas huracanadas.
R— Salen, ellas, semilladoras,
son las implacables parteras de la memoria.
Van sembrando, van regando, la tierra tan arrasada.
Y la tierra se deja preñar.
Tienen, ellas, tratos con la tierra.
¡Entre vientres es la cosa!
L— Allá vienen, ahí van: no las fatiga la fatiga,
no las alcanza la desesperanza, no las derrumba el insomnio.
No se dan tregua, y no dan respiro.
Pero entre tanto, todas se dan tiempo para regar las plantas.
Y todas le tienen fe a la esperanza.
Y todas, todas, le dan siempre otra oportunidad a la primavera.
R–– No hay caso con ellas:
la Vida las ve deshacerse y hacerse, la Vida les abre camino.
No hay caso con ellas: estas mujeres, ¡no se casan de resucitar!
Ellas conseguirán lo imposible. Lo conseguirán tarde o temprano.
Ellas conseguirán lo que buscan.
Si no es hoy o es mañana, lo conseguirán
después que el fin del mundo pase.
L–– Por eso, para eso, ellas tienen el corazón porfiado.
Y tienen de acero la ternura.
Y cada día salen a la calle sin maquillaje.
A cara descubierta, salen a buscar una arena en el desierto.
Y la lluvia les baja por pómulos hombros pechos vientres piernas.
Y el sol les seca pómulos hombros pechos vientres piernas.
Y tienen, ellas, olor a sí mismas.
R–– Pobrecitas y colosales, ellas buscan.
Siguen, seguirán buscando.
Impacientes, pero
con cuánta paciencia deletrean rostro por rostro.
Ellas, no dejan, no dejarán de buscar.
L–– Llegado el caso, ellas pueden voltear el muro
y cambiar de lugar la pirámide.
Y más todavía: pueden deletrear el desierto areeeena por areeeena,
deletrearlo hasta encontrar la sílaba,
hasta encontrar el rostro de la arenita que buscaban.
Y cuando la encuentran, por fin, a su arenita
dicen hija mía, o hijo mío…
Y nada más dicen,
ya están abrazáaaandose.
R–– Camino se hace al andar, conciencia se hace al girar.
Si es rueda la Vida, rueda por ellas,
rueda por la porfiada paciencia de sus corazones.
Así fue. Así es. Y así será.
Porque saben, ellas, pensar con el instinto.
Porque tienen, ellas, el optimismo de la memoria.
Porque, ya basta de acusar a la piedra,
¡ya basta de acusar a la piedra de la pedrada!
L–– Porque cuando llegue el día de rajarle el vientre al Apocalipsis
(ese día llegará, llegará…),
ellas, justamente ellas, serán las que hagan muy hondo el tajo.
No les temblará el pulso.
Y después del tajo, ellas,
desde muy adentro, le arrancarán una aurora, al Apocalipsis.
…Entonces, acunarán al nuevo día,
le arrimarán el pezón y le darán de mamar.
Y la Vida no tendrá más remedio que continuar,
¡por ellas, las del vientre!
¡por ellas, esposas de la Vida!
¡por ellas, mujeres de la Vida!
¡por ellas, parteras de por Vida!
R–– Permiso, Memoria. Permiso, Conciencia.
¿Qué quedaría de nosotros si Ellas, las Madres Abuelas,
no hubieran salido a alumbrar la más eterna de las noches?
¿Qué hubiera sido de nosotros? ¿Qué? ¡¿Quééé?!
¿Estaríamos de pie? ¿Estaríamos en cuatro patas? ¿Estaríamos?!
Sin ellas, los puntos cardinales
no serían cuatro ni tres ni dos ni uno, /
sin ellas la brújula estaría invertebrada.
Sin ellas, esta olvidadiza patria idolatrada,
sería un definitivo agujero con forma de mapa.
Sin ellas, de tanto tocar y tocar y tocar fondo
¡¡hubiéramos desfondado el abismo!!
L–– Pero, ellas, al abismo decidieron sembrarlo.
Mientras tanto, le siguen y le seguirán
dando vuelta los bolsillos a la mismísima muerte.
Caramba, caray ¡y carajo también!
Hasta cuándo hay que repetirlo, si a la vista está:
- Ellas no necesitan brújula, ¡para eso, sus corazones!
- Ellas no necesitan sol ni necesitan luna, ¡para eso, sus corazones!
- Ellas no necesitan escudos, ¡para eso, sus corazones!
- Ellas no necesitan pensar, ¡para eso, sus corazones!!
- Ellas no necesitan armas, para eso, para eso ¡¡¡sus corazones!!!
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(Versión completa del discurso de RB, en la apertura de la Feria del Libro Mendoza 2016, dedicada
a su trayectoria.
La Plegaria de las parteras de la Memoria es una adaptación del poema que cierra su
libro Madre argentina hay una sola (Sudamericana, 1999) |
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III. Presentación de José Luis Menéndez para El último padre
Lectura realizada por Luisa Kuliok y Rodolfo Braceli en la Feria del Libro Mendoza, 2016.
El Último Padre –este libro que nos congrega- es un libro especial. Tiene más de cincuenta años pero sigue nuevo, se muestra breve pero es inmenso, su lectura es fácil pero envolvente, contagiosa, y una vez comenzado no admite interrupciones, se bebe como una caña fuerte, de un trago y hasta el fin. Parece inofensivo, pero engaña. Ha sido expuesto como teatro pero es poesía, poesía pura. Con todo lo diverso y lo provocador que tiene la poesía cuando está bien hecha, y acepta el riesgo de caminar –como camina Rodolfo- sobre el terreno de las realidades concretas.
Toda poesía perdurable, como esta, implica un conjunto de lecturas y de relaciones vitales que sobrepasa la simple producción literaria. Por debajo de cualquier expresión escrita, existe una especie de corpus poético formado por quienes escribe, leen, realizan elecciones estéticas, divulgan, y de una u otra manera se posicionan no sólo frente a un texto, sino frente a los hechos cotidianos, y en un momento se preguntan “qué hacer” o “donde estar”, frente a la tierra convulsiva, las tropelías del poder, los hombres obligados a relaciones miserables, las aves que se extinguen, las flores que han perdido la visita de las mariposas…
Ese conflicto nos atañe a todos. Nos induce a pensar, constantemente, de qué manera actuamos, o delegamos, o controlamos, o siquiera sea, nos informamos, adecuadamente, sobre las acciones prácticas que, dentro de un orden y de cierto contexto social, inciden, condicionan, o a veces, determinan, cada presente individual, cada conjetura difusa. Si viajamos o no, el precio de un par de zapatillas, cuanto cobramos por un mes de trabajo, cuántos hijos podemos tener y qué destino les espera.
í es que la poesía, correlato de la respiración humana, de todo lo visible y lo escondido, asume sus días y sus variaciones. Cuando el poeta agradece, escribe sobre las estrellas, el mar, la noche, los frutos de la tierra y el cielo. Cuando siente su vida, habla del amor, la siembra, los trabajos. Cuando advierte lo externo que lo condiciona, lo subyuga, y que no todo depende de la fortuna personal o del tamaño de su esfuerzo, trabaja sus palabras como un acero dulce, las graba con el fuego de las utopías y después embiste, como un Quijote renacido, los molinos de la sinrazón.
Así embiste Rodolfo. Aunque a veces parece que acaricia, pega. Parece el discurso de un padre emocionado con la gestación de otra vida, pero en realidad es un cuestionamiento del mundo. Una especie de cruz. Una columna vertical, en tanto poesía, y un horizonte al medio, con imágenes seriales de nuestra cultura, ese sustrato que atraviesa todos los campos del hacer y el saber.
Siempre tenemos en mente y a mano, un relato sobre la cultura, su espesor, su trama de infinitas asociaciones, que aprendimos en Alejo Carpentier. Él decía que cultura es el acopio de conocimientos que nos permiten establecer relaciones por encima del tiempo y del espacio, entre realidades análogas, explicando una de ellas, la más nueva, en función de su semejanza con otras que pudieron haberse producido muchos años o siglos atrás.
Y daba ejemplos. Simone de Beauvoir –decía el cubano–, poco admiradora de Malraux, intentó menguar su figura, aduciendo que cada vez que leía una cosa de él, en verdad la conducía a una situación distinta, le hacía pensar en otra cosa; con lo cual, en vez de afectarlo lo agrandaba, porque justamente esa facultad de asociación de una cosa con otra, es la mayor facultad que puede conferirnos una cultura verdadera.
Así –prosigue Carpentier– cuando Malraux, mirando un hermoso retrato japonés de hace siete u ocho siglos, agrega que ese retrato responde a los mismos mecanismos de composición de un cuadro cubista de 1910, se nos muestra, por ello mismo, en plena posesión de una cultura.
Carlos Fuentes, analizando el Pedro Paramo de Rulfo, también nos ha mostrado con suma perspicacia la urdimbre de referencias clásicas, universales, que podrían advertirse bajo esa novela ejemplar.
Exactamente el mismo fenómeno es el que advertimos en este libro de Rodolfo.
Mientras leíamos El último padre, salíamos del texto, y enseguida volvíamos con los efectos de otro hallazgo, otra luz, que reforzaba todo. Era, por supuesto, Braceli, pero al mismo tiempo, junto a lo propio suyo, las páginas tenían la huella del Génesis, del principito de Saint Exupery, de un poema de José Pedroni, aquel que nos decía “haz con tus propias manos la cuna de tu hijo”, del niño del cochecito del Acorazado Potemkin, cayendo en las escaleras de Odessa hacia el abismo o el milagro, de los hijos sin identidad, apropiados, en nuestra propia tierra, por los asesinos de sus padres, o del señor K de El proceso, de Kafka, condenado sin juicio ni defensa, y además, sin motivo. Y también, entre tantas cosas, el Edén y el Gólgota de un padre, el último, o el penúltimo, porque siempre hay otro que no sabe perder y que persiste.
Sólo con el soporte de una cultura muy sólida y con la voracidad de un observador insaciable, se pudo escribir una obra como esta, donde constantemente irrumpen, como si fueran flechas de agua, infinitas asociaciones que la enriquecen y la completan con una floración, un sonido, una dulzura, un dolor, una alegría, que vienen de otro lado, no solo de una experiencia, sino también de una ideología y de un sueño que nos permiten comprenderla.
La profesora Darlene Bodhaine, en la contratapa del libro, expresa una relación notable, con la que coincidimos desde antes de leerla. Ella dice: “Tengo la fuerte sensación de que “el último padre” y su compañera son Adán y Eva, pero no en el principio sino ante el Holocausto”. Un hombre y una mujer, en 1964 (cuando fue escrito) o ahora, es lo mismo; de alguna manera –quizá por impulsión genética–, esperanzados hasta la raíz, pero al mismo, invadidos por la mayor incertidumbre. Ese es el curso del relato. La aventura de la paternidad (y obviamente, la maternidad) como centro dramático, y en todo su contorno, el son que nos cautiva, en cada situación, con sus juegos verbales. El presentimiento, las cartas a la vida nueva, los trabajos del amor y la espera, y por fin, la locura que estalla entre los miedos y una esperanza que se debilita, la deshumanización que nos envuelve y un “demasiado corazón” que, pese a todo, se rebela y late.
Este librito lúcido, caliente, que advierte –desde la boca del amor- sobre los riesgos de un futuro vacío, insolidario, se puede leer en cuarenta minutos. Pero nos deja pensando tanto tiempo como el usado, seguramente, para escribirlo. O sea, es como un pequeño bocado servido para los ojos mordedores, envuelto entre dos panes gigantescos. Uno, el pan del escritor, amasado en el cuenco de un conflicto insoluble. Otro, el pan de los que leen, que piensan si es posible que la historia revierta su camino, y la vida en la tierra pueda ser distinta.
Es cierto que el relato no termina bien. Pero tal vez sea un engaño. Otro engaño. Porque el autor ha dejado en la sombra una pieza escondida, la mujer. Y la esperanza siempre ha tenido forma de mujer. Sobran los ejemplos, pero preferimos no abundar en una materia conocida, y evitar, de paso, los excesos de subjetivismo. Ya lo verán ustedes mismos, cuando al relato se le sume Luisa Kuliok”.
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