PARA UN INVENTARIO DE CORAZONES

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El cuento por su autor
La posibilidad del suicidio y un vaso de agua no se le niegan a nadie.
Por lo visto, estamos encarnizados en conseguirnos el apocalipsis, o, si se
prefiere, el Sumo Holocausto. Tal vez en esto consista nuestra postrera y gran
contribución a la ecología del cosmos: en desaparecer de cuajo de todos los
mapas. ¿Será que nosotros, los humanos y humanas, le estamos sobrando al
universo? Lo innegable es que estamos emperrados en la autogestión de otro
Big Bang.
Hará unos diez años, zambullido yo en estos alegres interrogantes –güevón
previsor como soy–, me consolé pensando que de la suprema explosión al
menos quedarían esquirlas póstumas. Perdónenme el dato esperanzador.
Adentro del azar de las esquirlas imaginé que tal vez, escondidas, quedarían
semillas de memoria de condición humana. Alguien las recogería más allá de
las cenizas de los tiempos. Movido por un entusiasmo de adolescente se me
ocurrió colaborar haciendo una especie de inventario. “Inventario de
corazones”: Ese iba a ser el título del libro. “Esquirlas de condición humana”
el subtítulo.
Flojo de carácter, iluso como soy, había caído en la tentación de suponer que
en esas semillas de memoria que anidaban en algunas esquirlas, los que
vengan encontrarían motivos para hacer girar otra vez la rueda de la Vida. Y
agarrado a la teta de esa esperanza fui reuniendo decenas, cientos de
corazones diversos para después que el fin del mundo nos pasará.
Esquirlas secretas, semillas de memoria para recordar a los que vengan que
había una vez la Tierra y sobre su faz, los humanos y las humanas jugábamos
al suicidio, hasta conseguirlo. Así es: de esto salió un libro. ¿Y ahora? ¿Quién
se animará a publicarlo? Desesperado busco editorial. Damas y caballeros: me
valgo nuevamente de este espacio para dar mis señales: zbraceli@gmail.com.
Editores: yo tampoco los voy a defraudar. Venid a mí a la hora que sea.
Pronto, llamadme antes de que les humanes nos hayamos borrado de todos los
mapas habidos y por haber.

Rodolfo Braceli
PARA UN INVENTARIO
DE CORAZONES

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CORAZÓN DEL EFECTO INVERNADERO

–Papá, tengo mucha sed, no puedo más… Decime ¿por qué siempre hace tanto
calor de día y de noche?
–Porque había cuatro estaciones.
–Cuatro estaciones… ¿ya no habrá más?

((
–Mamá, le pregunté a papá si ya nunca más habrá cuatro estaciones.
Y ha caído de rodillas… y está llorando.
–Hijo, deja ya de preguntar. Ve corriendo,
y bébele las lágrimas.
))

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CORAZÓN DE CARTERO

Sigámoslo un rato. Veámoslo: antes de entregar las cartas, él a cada una le
pone la oreja, les escucha las palabras que traen adentro.
De una carta que él demoró su entrega, él escuchó: Mamá partió hace dos
años, no quisimos avisarte porque sabíamos de tu enfermedad y…
De otra carta que tampoco entregó, él escuchó: He conocido a un hombre
noble, no es bello ni atlético ni adinerado, ni es muy culto, pero quiero que
sea el padre de mis hijos. Ya habrás comprendido: te estoy avisando que lo
nuestro no puede ser. Besos para los hijos que tendrás…
Esas cartas las demoró tres, cuatro años después de llegadas a su carterón.
Cuando las entregó ya no había dolor disponible para esas noticias…

((
Pero hubo una carta que primero demoró y después decidió no entregar jamás.
En realidad, no entregarse. Porque era para él la carta. Se la enviaba su única
hija desde un país que estaba muy al sur de la tierra. Cuando le puso la oreja,
escuchó que la carta le decía:
))

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CORAZÓN DEL ANCIANO

Mi sombra me avisa que soy un hombre de edad.
Me cago en mi sombra.
Mi sombra no responde a mi insulto.
Lágrimas le brotan ahora a mi sombra.

((
Disculpen, no son lágrimas.
Sucede que me estoy meando.
))
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CORAZÓN DE DOSTOIEVSKI

A la piel, ¿se la arrancaron o se la arrancó el?
Sea como fuere, ya sin piel, le ocasionaba enorme sufrimiento el mero roce
del aire.
Mientras el aire le arañaba todos los costados de la sangre durante el día,
durante la modorra de la siesta y durante el desvelo de noches infinitas que
parecían haber extraviado la aurora, él agudizaba su martirio entregándose,
desnudo, a los prodigiosos estragos de la lucidez.
Decía, campante, como quien silba: Somos seres muertos desde el momento de
nacer. Y añadía, con beneplácito: Hace mucho tiempo que no nacemos de
padres vivos.
Tanta lucidez lo convirtió en un perito en crueldades. Pero a tiempo libró a su
corazón de toda culpa o responsabilidad: se concedió una disculpa, la única
que salió de sus labios: Mis crueldades –dijo– no bajan de mi corazón sino de
mi malvado cerebro.
No se daba respiro, ni lo daba. Con su linterna inclemente destripaba lo
último, lo más hondo del caracol de la condición humana. Un día del febrero
de 1853 (del febrero o de cualquier mes de ese año), Fédor escribió: En todos
los tiempos, el hombre honrado fue un cobarde y un esclavo.
Una madrugada del mes de agosto de 1857 (del agosto o de cualquier mes de
ese año), Fédor se preguntó, se azotó en voz alta: ¿Será posible ser sincero,
por lo menos con uno mismo? ¿Alguna vez podrá uno decirse toda la verdad?
A esas preguntas las masticó, las molió con sus muelas, y las escupió. Sabía,
Fédor, que hay cosas que el hombre no quiere confesarse ni siquiera a sí
mismo.
Su vía crucis atravesando la llaga de la lucidez era incesante. Un día del
octubre de 1869 (del octubre o de cualquier otro mes de ese año), Fédor arrojó
lapicera y tintero por la ventana, y gritó: ¡Ay, si yo pudiera creer una sola
palabra de lo que estoy escribiendo! Pues lo juro, señores, que no creo ni una
sola y miserable palabra: mejor dicho, tal vez crea, pero, en el momento de
decirlas, sospecho, no sé por qué que miento como un sacamuelas…
Esa vez su manuscrito quedó desparramado en el suelo, muy cerca de la
ardiente chimenea. Se hincó y alzó hoja por hoja y las ordenó y no, no las
arrojó a la hoguera, las puso sobre la mesa sujetándolas con el peso de un
botellón, así no se volaban. Entre lágrimas entonces dijo: No sé por qué
miento y miento al escribir. No sé por qué guardo y amo lo que escribo…
A la mañana siguiente de ese día del octubre de 1969 (del octubre o de
cualquier otro mes de ese año), vio que el manuscrito seguía en su escritorio,
siempre aprisionado por el botellón. Entonces murmuró: Esto es la
voluptuosidad del que sufre; si el hombre no experimentara cierto placer al
quejarse, dejaría de hacerlo.
Así es: saboreaba el placer de la desesperación. Y sabía que saboreaba el
placer de la desesperación. Por eso se juzgaba al llegar la noche de cada día.
No había jornada que no se juzgara, implacable. Escuchémoslo en cualquiera
de esas noches: Soy culpable, ante todo, porque soy más inteligente que
cuantos me rodean. El más inteligente y el que siente un goce
inconmensurable al hundirse en el cieno
No, no se daba tregua. No sólo sucedía en carne viva; herido hasta por el aire
cuando es brisa, cuando lo penetraba algún relámpago de lucidez, se
desgarraba las carnes a dentelladas. Calmaba su sed bebiendo largamente la
hiel de su amargura.
Descarnada paradoja encarnada, Fédor Dostoievki.
Dándose cuenta, sabiendo que saboreaba el placer de la desesperación, Fédor,
¿era secretamente feliz?
Lo indudable es que prefirió el sufrimiento extremo a una felicidad vulgar.

((
Un día del enero de 1881 (del enero o de cualquier mes de ese año), sentado
en una mesa de casino, Fédor supo que sus bolsillos estaban exhaustos para el
resto de su vida. Sus bolsillos, un paladar sin saliva… No podía articular un
solo paso, y no tenía fuerzas ni para desplomarse. Sintió que sus pulmones
gemían; pronto esos pulmones menguantes le iban a ahorrar la eficacia del
amado suicidio.
Entonces pensó, con el placer de una serena desesperación: … no hay caso: no
puedo, no puedo ser bueno… ¡Pero Dios!, por más que me hunda, jamás he
conseguido ser un hombre malo.
Cuando por fin consiguió soltar unos pasos, Fédor caminó, buscó la calle y
aunque no era mes para eso, encontró que estaba nevando. Se escuchó decir:
–Nieva para mí, por última vez. Sobre los humanos yo sé tanto… sé hasta la
impertinencia… sé que los hombres y las mujeres se consuelan con la mentira
de llamar prudencia a la cobardía… Con alevosa impunidad, lo mío es mirar
por el ojo de la cerradura de la condición humana… Mirando así yo descubrí
que el hombre siempre miente cuando habla de sí mismo… Yo sé demasiado,
casi tanto como sabe Dios… sé que los hombres y las mujeres de mentira
somos. No de carne.
))
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CORAZÓN DEL NIÑO ATISBO

¿Que estas cosas sólo pasan en las películas? Quién sabe. A la vida nada de lo
que pasa en las películas le es ajeno. Nada.

Escena primera.
El accidente se produjo un domingo al mediodía. Ella 32 años. Él 35. Venían
de misa, en auto. Manejaba él. Al girar en la esquina del monolito patrio en la
plaza central, para salir a la avenida, él embiste a un colectivo que trataba de
adelantarse a un semáforo. El impacto es casi frontal. Un coagulo de silencio.
Ella siente la sangre bajándole por el pómulo izquierdo. Escucha su olor rojo.
Instintivamente trata de salir del vehículo; no puede, se da cuenta que sus
piernas están en silencio. Súbitamente repara en que a su lado está su marido.
No se anima a mirarle el rostro, pero alcanza a visualizar su corbata. Se da
cuenta: demasiado quieta su corbata.
Ella es maestra y se llama Begonia. Por el accidente le quedaron sin amortizar
los fuegos naturales a su cuerpo, en la flor de su edad. En una silla de ruedas
se la verá, por los días.

Escena segunda
Niño Atisbo estaba en los diez años de su edad. Begonia, hasta el accidente,
había sido su maestra de tercer grado. Por esos días, Atisbo empezaba a
estarse demasiado tiempo encerrado en el baño. Fascinado con sus nacientes
pelitos, los miraba crecer, y trataba de contárselos.
Vivían, Begonia y Atisbo, a unas tres cuadras de distancia. Al menos un par
de veces por semana la veía pasar por su vereda a la maestra viuda, siempre
animosa en su silla de ruedas. El niño la miraba con atención; ella se daba
cuenta de su mirada y cada vez le decía: ¿Vendrás a visitarme, Atisbo? Te
haré chocolate. Atisbo, aparte de niño, era tímido en exceso. Su mamá
respondía por él: Ya irá, señorita Begonia, seguro que un día de estos la
visitará en su casa. Atisbo, prometele que irás a verla.
Atisbo, como buen tímido, era muy imaginativo. En esos trances se
ruborizaba; sentía que el rubor le quemaba las orejas.

Escena tercera
Esa tarde de febrero la viuda quieta dejó la puerta de su casa sin llave y apenas
entreabierta. No fue por negligencia, lo quiso así: buscaba esa línea de aire
fresco que venía desde el pulmón de la alameda cercana. Por esos días había
cortes de luz programados de hasta cuatro horas. Esa tardecita el sol demoraba
en irse, era verano en los árboles y en los cuerpos.
Niño Atisbo andaba por ahí, yendo y viniendo con su infatigable bicicletita…
Pasó varias veces frente a la puerta de ella, hasta que se detuvo y se animó a
entrar sin golpear, sin avisar.
–¡Pero qué susto me has dado, Atisbo!
Atisbo no dijo nada. La miró.
–Vení, te haré chocolate. Acercate.
–Señorita Begonia, chocolate no quiero… yo quiero…
–Corazón, decime, decime qué querés.
–Que me jure una cosa.
–A ver ¿qué cosa?
–Júreme antes. Júreme que me dejará hacerlo.
–Está bien, está bien. Te lo juro.
–Pero si usted no me deja hacerlo, yo…
–¿Vos qué, Atisbo?
–¿Ve esta hojita de afeitar?
–Sí que la veo.
–Le haré un tajo en un ojo y otro tajo en otro ojo.
–Mi niño, no te enojés. Decile a tu señorita Begonia qué querés hacer. Dale.
–Vaya a su cama y… desnúdese. Toda desnúdese.

Ella podría estar aterrada, pero no siente ni el roce del miedo. No se resiste, no
se demora, va y se desnuda completamente y, extendida en su cama, se queda
con las piernas entreabiertas. Niño Atisbo la recorre, la mira toda, se le acerca,
se inclina con la hojita de afeitar…
Ella ahí sí se estremece:
–Contame ¿qué me vas hacer?
–Usted me lo juró. Si usted no me deja hacerlo entonces yo…
–Te dejo. Pero decime antes.
–Usted tiene muchos pelos ahí… con la hojita le voy a cortar unos pelos…
–¿Para qué querés mis pelos, Atisbo?
–Para llevármelos… para tenerlos siempre conmigo y dormir con ellos todas
las noches.
Atisbo se inclina con la hojita.
Ya hizo lo que quería.
Y ya camina buscando la puerta de calle. Ella lo llama:
–Pichoncito, vení, quedate conmigo un ratito más…
Atisbo se vuelve, otra vez la recorre lentamente con la mirada. Quiere saberla
de memoria:
–¿Me deja morderla un poquito, señorita Begonia?
–Claro que sí… vení.
Atisbo le muerde la palma de una mano y le muerde levemente un pezón y
otra vez la palma, pero de la otra mano. Y se endereza y la mira hondo a los
ojos.
–¿Qué más querés hacerme, Atisbo?
–Besarla quiero.
–¿En los labios?
–No. Besarla adentro de sus pelos quiero…

Escena cuarta
Pasaron seis días. Niño Atisbo pasea con su madre por la plaza. La ve venir a
la maestra con su silla de ruedas. Venir con un vestido color ciruela y sus
rodillas asomando. Y le baja a su rostro el ardor de la vergüenza. Siente la
presión de la mano de su madre:
–Ahí viene ella. La vas a saludar eh. Le darás un beso a la señorita Begonia.
Atisbo, mudo.
–¿Me oíste? Saludala. Ella te quiere más que a nadie en el mundo.
Atisbo arranca su mano de la de su madre, sale corriendo y ya casi está en la
esquina del monolito y la madre detrás y él cruza la avenida sin mirar y justo
en ese segundo viene un auto demasiado rápido.
La plaza, las hojas de los árboles, los caminantes, el rumor de los pájaros,
todos se paralizan. La señorita Begonia aterrorizada se ha puesto de pie, ha
soltado su silla, ha dado tres, cuatro pasos. Siete meses que no lo hacía.
Cuando se da cuenta que está de pie y casi caminando, se desploma. La alzan.
La retornan a su silla.
Allá vuelve Atisbo con su madre, otra vez tomados de la mano, El auto que
venía ni alcanzó a frenar, pero por el milagro de tres centímetros no pasó nada.
–Begonia, usted recién se puso de pie, consiguió dar unos pasos.
–Fue sin querer. No volverá a suceder.
–Pero recién pudo.
–Pude porque pensé lo peor. Sentí que el auto lo atropellaba… Ay, a mi
Atisbo lo adoro.

((
Escena quinta
La madre, con su mano soldada a la mano de Atisbo. Temblando frente a la
mujer de la silla de ruedas, le insiste:
–Ahora mismo, ¿le darás un beso a la señorita Begonia?
–Si me soltás sí.
Lo suelta. El niño se acerca a su maestra, con la cabeza gacha. Cuando está
cerca la mira a los ojos. Se miran adentro, muy adentro Atisbo y Begonia.
–Sus pelos –le murmura el niño al oído–. Sus pelos para mí.
Y le roza los labios con un beso y sale disparado otra vez hacia la misma
tremenda esquina del monolito patrio. Al llegar al cruce, no mira hacia
ninguna de las dos manos, y no se detiene.
Pero al cruzar la avenida, santodiós, esta vez no viene ningún vehículo. Atisbo
ya está en la vereda de enfrente. Petrificadas, la madre y la maestra lo ven
alejarse. Hijo mío, grita una. Amor de mi vida, murmura la otra. Allá va
Atisbo… corre, sin tocar el suelo del mundo…
))

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CORAZÓN DEL NIÑO ARDIENDO

Salió tambaleándose, arde. Salió desde el interior de su casa mordida y
consumida por las llamas. El que salió ardiendo es un niño. Era.
Su exigua casa fue elegida con otras por el eficaz azar de un dañino misil
colateral.
Tendría la criatura diez o doce años. Venía con medio brazo desgajado, con
retazos de ropa y de pelo y el cuerpo humeando. Ardida su piel, crepitaba
entero él.
Era plena noche. Cuando lo vi asomar desde el vientre de las llamas de su casa
ultimada.
Como en un sueño él avanzó hacia mis ojos.
Venía,
sigue viniendo y ahí llega. Cómo crepita.
Se ha detenido a dos pasos del umbral de mi casa intacta.
Es un poco de niño.

((
Lo que queda de ese cuerpito devorado me dice con palabras tenues:
–Señor, usted tiene sed.
Lo escucho, lo estoy mirando; no me brota una sola sílaba.
–Señor, usted tiene sed… Deme un vaso de agua.
))
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* Relatos publicados en la sección cuentos de “Verano 12”,
el 6 de enero de 2020. Son fragmentos del libro, inédito, Inventario de
corazones.