Del libro Madre argentina hay una sola
Con Juan Andrés Braceli)
Editorial Sudamericana, 1999.)

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Madre de torturador            
De pronto, un pensamiento nos desasosiega: los torturadores, ¿tienen madre?
La pregunta se desmenuza y nos desasosiega aun más: los torturadores, ésos que desnudan cuerpos indefensos, ésos que muelen a patadas, ésos que atan de pies y manos y castigan en patota y ríen y escupen, ésos que sujetan a los desnudos por sus muñecas y sus tobillos y les ponen picana en encías, en pies, en genitales, ésos que flagelan cuerpos desvastados, ésos que se violan a la vida y a continuación se violan a la muerte... los torturadores, ésos, cada uno de ellos, ¿tiene madre?
Debiera ser posible responder que no, que un torturador nunca tiene madre. Pero no, no es posible ni el consuelo de esa mentira.
Alguna vez, un chino escribió, allá lejos: “Perdonadle, que él también es hijo de alguien”.
Alguna vez, un abuelo que no sabía escribir escribió, acá cerca: “Perdonar es divino. Y yo no soy Dios para eso”.
Más allá y más acá del perdón, la pregunta vuelve y nos alcanza y nos agarra de los güevos y las güevas. Y el pensamiento avanza a partir de una aceptación: sí, el torturador tiene madre. Pero, ¿qué sentirá una madre al saber que su hijo es eso: un torturador? No sólo qué sentirá, ¿qué hará con su hijo esa madre que lo parió?
¿Qué hará? ¿Qué haría esa madre argentina o chilena o norteamericana o francesa o rusa o china o lo que fuera?
En este interrogante sin fondo estamos cuando de pronto se nos cruza un cuento que escribió el obrero Alexéi Maximovich Péshkov, por todos conocido como Máximo Gorki. El relato se titula “La madre del traidor”. Y viene al caso. Trata sobre la madre de un traidor a la patria. El desenlace de ese cuento nos vuelve, transfigurado, y se mete en el cuerpo de una madre casualmente argentina. Un cuerpo portador de corazón.
No importa que se nos hernie el alma, hagamos un esfuerzo por imaginar lo que debiera ser absolutamente imposible...
Ahí está la madre. Ya sabe que su hijo del vientre y del alma es un traidor a la mayor de las patrias: la condición humana. Ya se enteró que su hijo trabaja de flagelador de desnudos cuerpos indefensos: es un torturador.
Sucede el invierno de 1976. La madre conversa con él. Han comido juntos, han cenado, él está cansado, muy cansado: ha tenido, le cuenta a su madre, un día pesado:
–Vieja, mucho trabajo últimamente; hay que ver la cantidad de judíos y de zurdos y de putos que hay.
El torturador bosteza largamente. La madre le dice:
–Vení aquí conmigo, vení, apoyá la cabeza en mi pecho, descansá y acordáte lo alegre y bueno que eras de niño y cuánto, pero cuánto te querían todos.
El torturador obedece, se reclina sobre el tibio regazo de su madre, cierra los ojos, le dice que la adora. Ella le pregunta:
–¿Y amás a alguna mujer?
–Mujeres hay muchas. Pero me empalagan enseguida: todas son dulces.
–Y no pensás tener hijos.
–¿Hijos? ¿Para qué? Vieja, en una de ésas me sale puto o drogadicto o bolche o todas las cosas juntas. Mejor no: nada de hijos. Más seguro.
–Sos buenmozo, pero infecundo como el rayo.
Él empieza a murmurar la palabra rayo, hasta que se le desvanece en la cansada saliva. Y así se queda adormecido sobre el pecho de la madre, acurrucado como un niño.
Ella lo mira en silencio. Espera que el sueño lo gane por completo.
Ella dice con un suspiro: “Soy la madre que lo parió…”
Ella lo mira una vez más, le alisa el pelo, después le cubre despacio el rostro con la negra manta de sus hombros. Y le clava un cuchillo en el corazón. Él apenas se estremece y muere al instante pues ella, la madre, sabe dónde late el corazón del hijo.
Después ella lo desliza, lo baja de sus rodillas al suelo, y dice:
–Más no puedo hacer... Como madre me quedo con mi hijo.
Y toma otra vez el cuchillo, tibio aún por la sangre del hijo que nació de sus  entrañas, y con mano firme se lo clava a si misma, en su propio pecho. Y acierta la madre con el corazón, pues cuando éste duele tanto, es fácil acertar con él.

Posdata
Dios, en todo tan perfecto, se distrajo y permitió
que los torturadores, cada uno de ellos, tuviera madre.
Pero a veces sucede que, ante la evidencia
de humanos derechos y humanos
que desnucan el colmo de la tortura,
Dios se tapa el rostro horrorizado. 
Entonces Dios no sabe si Dios existe.
En ciertos casos,
Dios debiera retractarse
y desdecirse.

Madre yerma
María Coronel tuvo una infancia feliz, con estudios, con abundancias. Ya casada, recibida de obstetra, quiso tener hijos. Pero los fue perdiendo apenas semillados en su vientre. Con desconsuelo y hasta con encono tuvo que aceptar que era una mujer yerma. Acorralada por el resentimiento un día dejó su profesión, salió de la guarida de su egoísmo y vio que en la Argentina cercana al año 2000 había niños tan hambrientos como los que veía fotografiados en Biafra. Decidió abrir un comedor para dar almuerzo y merienda primero a decenas, después a cientos de esos chicos. En su comedor de Monte Chingolo en la provincia de Buenos Aires a María Coronel, madre yerma pero madre de cientos, a veces le toca afrontar preguntas arrasadoras. Una nenita de siete años una vez le preguntó mirándola sin pestañear: ¿Por qué somos tan pobres los pobres?
Esa pregunta inspiró la siguiente

Posdata
Madre, ¿por qué  tengo hambre?
Madre, ¿por qué soy feliz tan sólo cuando me duermo?
Madre, ¿por qué nací?
Madre, ¿para qué me trajeron?
Madre, ¿mañana será igual?
Madre, te pregunté si mañana será igual.
Madre, ¿por qué callas?
Madre, me voy a dormir. Hasta mañana.
Madre... si mañana es como hoy
no me despiertes.

Hijo, mañana será otro día.
Hijo, mañana el sol alumbrará por primera vez.
Hijo, mañana no será como hoy,
                                                      si despertamos.

 

Madre de autor
En el Vistalba de Luján de Cuyo, pañuelo de paraíso, nació Juana Zarategui. Una madre. La Juana sucedió entre 1915 y 1995. Se casó, parió en su casa tres hijos que pesaron más de cinco kilos. Vivió siempre con su único hombre, el Andrés. Apenas si completó el tercer grado. Jamás leyó un libro. ¿Profesión? La más difundida y menos considerada del mundo: nacer hijos, hacer las comidas y trabajar. Era chiquita, gorda, sólida, su caminar arrebatado la hacía tropezar, pero nunca consiguió romperse la cadera. La Juana tenía un carácter que iba adelante de su caminar y si había que poner cuatro gritos, ya los puso. No hizo otra cosa que trabajar, hasta en las fiestas de guardar, acompañando los sueños del Andrés: que los hijos fueran personas de provecho y no aprovechadores.
No era de muchos rezos  la Juana, pero eso sí, el jueves santo iba a misa porque, decía, “¿Qué cuesta respetar a los santos un poco? Uno nunca sabe”. Invicta de libros, para ella no existía ni el psicoanálisis, ni la semiología, ni la globalización. Eso sí: sabía que cuando sale el sol amanece y cuando amanece, “¡arriba! porque demasiado corto lo hicieron al día para todo lo que hay que hacer”. También sabía rápido cuando alguien tenía puesta la careta en vez de la cara. Nunca se la escuchó cantar, salvo las cuarenta. Hablaba con segunda intención y con tercera también. Para ella, adivinar, era un hábito. No le importaba un caraxus lo que veía, le importaba lo que adivinaba. Su lógica, demoledora: “Si uno no trabaja se lo comen los bichos. Y si uno trabaja también se lo comen los bichos, pero después.” Respecto de los tontos tenía su teoría: “Díganle que se pegue la cabeza contra la pared. Si lo hace es tonto nomás. Si no lo hace, ése no tiene un pelo de tonto.”
La Juana, una vez le dijo a uno de sus hijos: “Cortáte el pelo. Parecés poeta así”. El hijo le aclaró: “Mamá, soy poeta”. Y ella le contestó: “Cortáte el pelo. ¿Qué necesidad tenés de parecer poeta?”. Cuando supo que este hijo iba a estudiar filosofía y letras averiguó en el vecindario. Todos le dijeron que con esa carrera el hijo se moriría de hambre. Meses la Juana lloró a destajo. Un día, mientras planchaba, le dijo: “Ya estamos a 10 de febrero. ¿Qué esperás para ir anotarte para estudiar eso?” “Iré mañana”. Clavó la plancha en la mesa: “¡¿Mañana?! ¡Ahora vas! ¡Basta de rascarse las verijas!”
Finales de la década del 50. El Andrés trae a la casa el primer lavarropas: marca Siam, modelo Eslabón de Lujo. La Juana andaba diciendo: “¡El Andrés me regaló un Jabón de Lujo!” Ignorancia convertida en poesía: ¿qué otra cosa es un lavarropas que un milagroso jabón de lujo?
Un día cayó a su casa un tipo que venía a discutir sobre un negocio. El tipo sacó un revólver y apuntó al pecho del Andrés. En eso entró la Juana y al tipo del revólver se le paró enfrente: “¡Vamos hijoputa, tire, tire de una vez!” Y así empezó a empujar, con su pecho alzado, al revólver y al tipo. El tipo se fue con todas las balas. La Juana mantuvo su carácter, hasta el sufriente final de sus días. Llegó la arteriosclerosis, esa enfermedad que le permite a los viejitos sentir que viven cincuenta años atrás. El que iba a ser el último fin de año de su vida lo celebró no el 31 sino el 30 de diciembre. El 30 se levantó diciendo que era 31 y no hubo dios que la hiciera cambiar. “Pongan el mantel de hilo, ¡y los pollos de una vez en el horno!” La familia simulaba hacerle caso, y ella tronó: “¡Qué mierda de comida están haciendo que no hay olor a nada!” Hijos y nietos trataron de convencerla. Fue inútil: doña Juana consiguió que ese 30 fuera 31 de diciembre. Ya con todos en la mesa empezó a llamar a su marido. Decía: “¡Hace dos horas que se está bañando!” Le explicaron que el Andrés había muerto hacía diez años. Se enfureció: “¡Habladurías! ¡Ustedes matan a los vivos y a los muertos! ¡No me chupo el dedo, el Andrés está en el baño!” Fue al baño como pudo. No encontró a su Andrés. Volvió, tomó una pata de pollo y empezó a comerla, mientras lloraba desconsolada, y decía: “Una se mata haciendo de comer, ¿para qué? Pero cuando lo vea al Andrés, ¡me va a escuchar!”
Muchos años antes, el hijo poeta de la Juana volvía de la escuela. Un vehículo lo atropelló. Una vecina medio atolondrada le avisó que un auto le había pisado la cabeza al hijo. Al llegar al hospital trataron de frenarla un enfermero y dos enfermeras. “Espere cinco minutos y lo verá.” “¡Hijosdesumadre!” Un mordiscón para el enfermero, y las dos enfermeras de traste en el piso. La Juana corrió y al llegar a la sala de guardia encontró la puerta cerrada. Retrocedió varios metros y se arrojó sobre la puerta, que abrió de cuajo. La Juana gritó “¡hijo mío!” y yo, que estaba sentadito en la camilla, sentí cómo me abrazaba. Madre mía. Juana Zarategui de Braceli. En intensidad descansa, mi vieja. No es que haya muerto: respira de otra manera.

Posdata
Juana Zarategui de Braceli
hay una sola.
Madre mía.

Madre de Malvinas
La guerra de Malvinas no fue una guerra, fue una desguerra. A los muertos de cuerpo presente que produjo aquella aventura tan pueril como cobarde, dispuesta con entusiasmo etílico por militares de escritorio, se sumaron después, silenciosamente, tapadamente, decenas, centenares de suicidios de chicos ex combatientes que no pudieron salir de aquel infierno cuando regresaron a este infierno disfrazado de normalidad que es la patria nuestra de los argentinos. Suicidio mediante murieron ¿cuántos?, ¿doscientos sesenta?, ¿más de seiscientos? Que no nos distraiga la exactitud de la cifra. Se suicidaron, de a uno, y uno por uno. Y cada uno, atrás, dejó una madre.
Difícil encontrar madres de Malvinas, porque entre las madres del dolor son parias. Madres maldecidas por el exitismo nuestro de cada día. A la guerra fuimos, como sociedad, con la euforia de un campeonato mundial de fútbol. Fuimos, al decir del general mayor de ese episodio, calculando que los otros no se presentarían a jugar. Caímos como chorlitos. Y el deshonor de los responsables cayó sobre los inocentes, sobre esos muchachos flagelados. Acto seguido, trasladamos, olímpicamente, nuestra deportiva bronca por la derrota a los chicos de aquella desguerra. Y a sus madres también.
Difícil buscar madres de Malvinas, tal vez porque perder nos resulta intolerable. Pero las que verdaderamente perdieron fueron ellas, las madres parias. Escuchemos la voz de Edgardo Esteban, sobreviviente de Malvinas y sobreviviente, después, de las alevosías de este paraíso terrenal de la desmemoria. Esteban supo desahogar su pesadilla junto a Gustavo Romero Borri, a través de un libro, Iluminados por el fuego, que se traspapeló, como es lógico, en la indiferencia del habitante argentino promedio.
Primero, un fragmento de una carta de Edgardo Esteban a su madre, fechada el 20 de abril de 1982.
«Querida mamá: Llegué a Puerto Argentino. Sé lo orgullosa que estarás de que tu soldadito esté defendiendo la Patria. A pesar de que hace frío me encuentro bien, pero quedáte tranquila, nos han dado una ropa nueva que nos ayuda muchísimo a sobrellevarlo. Nos dicen que no vamos a estar mucho tiempo acá.... Quiero que estés tranquila. Nos están dando muy bien de comer. Hoy nos dieron Coca–Cola. Hoy es un día lleno de sol. (...) Por favor, escribíme pronto. Acordáte de que te quiero mucho y que sos la mamá más tierna del mundo. Edgardo.»
En su libro relata, el mismo Edgardo, el regreso a casa tres meses y medio más tarde:
«Poco después apagaron las luces de los vagones y yo volví a mi asiento. Tenía sueño, náuseas, y me dolía todo el cuerpo. No podía dormirme (...) Levanté un poco la ventanilla confiado en que el aire fresco me calmaría y me quedé mirando hacia afuera: la noche no era fría como en Malvinas, pero las luces de esos pueblos que sobresalían en la oscuridad me hacían creer que estaba de nuevo allá. Viví otra vez el primer ataque aéreo cuando ese 1° de mayo los británicos lanzaron sobre el aeropuerto las primeras bombas que yo había visto en mi vida. El ruido ensordecedor y terrorífico de los poderosos aviones ingleses que parecían raspar nuestros cascos con sus panzas cargadas de dinamita y todos nosotros corriendo a buscar refugio. Todos los soldados sorprendidos, porque había sido la noche en que la misteriosa presencia del enemigo se hacía realidad y la guerra nos hacía sentir presos  en la isla enorme y desolada. Y un soldado nuevo, que cuando escuchó el ruido de la aviación y vio los primeros fulgores de las explosiones dejó su puesto de guardia para esconderse en el agujero más próximo, y que abandonó también su fusil para poder correr liviano. Ese soldado ni siquiera sabía disparar su fusil, así que en lugar de sentirlo como una protección lo había considerado una carga que le impedía correr. Y mientras el aeropuerto estallaba en pedazos, yo me disputaba un refugio entre las piedras con el cabo primero Luna que me gritaba: ¡Corréte, Gringo de mierda,  desaparecé de acá!, y yo no podía creer lo que estaba escuchando, ni lo que estaba viendo, y ahí me di cuenta de que estábamos abandonados en la isla y que desde entonces esa isla sería una perfecta cárcel donde el sálvese quien pueda era la única ley. Y cuando el tren cruzó un puente atravesando la avenida de una ciudad iluminada el ruido se hizo más intenso, y entonces grité y quise salir, pero Sergio me agarró: Calmáte, no pasa nada, me dijo, y se quedó un rato despierto mientras yo seguía con la vista fija en la noche y el corazón me latía con un ritmo febril, y tenía miedo de que empezaran a bombardearnos desde el lugar en que las luces se hacían más nítidas en medio de la noche.
«Sergio me volvió a decir que no pasaba nada y yo no le respondía porque estaba en mi mundo, aferrado al posabrazos de los asientos y mirando siempre hacia afuera hasta que quise cerrar los ojos pero vi los ojos de mi compañero Vallejos que se moría frente a mí como queriéndome decir algo. El cuerpo de Vallejos desparramado sobre un montículo de tierra húmeda, muriéndose sin poder ni siquiera gritar porque se desangraba por todos lados, y el boquete que las esquirlas había abierto en su estómago manaba sangre, y cuando quería hablar se ahogaba con su propia sangre que le salía por la boca abierta, con un grito también ahogado; sangre que se unía con el barro que las explosiones dispersaron por toda la zona, y Vallejos despidiéndose así, con esos ojos de terror y de sorpresa que me miraban, mi compañero Vallejos, pobrecito, en el pozo de zorro con ese olor a sangre caliente y a caca y a comida podrida; ese olor inolvidable que seguía aferrado a mis narices no sé hasta cuándo, porque el tronar del tren no paraba y parecía deslizarse directamente sobre mi cabeza cuando las imágenes volvían a perseguirme, y la culpa de la muerte de Vallejos era una astilla incrustada en mi carne. Y era todo increíblemente real, todo había pasado así en solamente dos meses. ¿Quién podría creerme? ¿Quién podría escucharme? ¿Quién tendría ganas de soportarme si alguna vez sentía ganas de contarle lo que había visto, lo que había vivido? Mi pobre madre no merecía saber todo; solamente tenía que saber que había recuperado a un hijo y todo lo demás se lo imaginaría, porque las madres saben más que los hijos, y en mi alma quedaría reflejada esa herida mortal que ella sabría descifrar...
«Ya no éramos los mismos; yo no era el mismo porque el recuerdo de los estaqueados descansaba en mi mente como una foto de ésas que aparecen en las películas y cuyos personajes, de un momento a otro se empiezan a mover. Y de verdad se movían esos cuerpos torturados de compañeros míos maniatados de pies y manos a los parantes de la carpa y con el frío congelándoles las vísceras. Porque yo fui al lugar donde los tenían atados por robar comida; los habían estaqueado porque se escapaban al pueblo a pedirles comida a los kelpers, y eso quedaba mal, era una pésima imagen la que dábamos los argentinos apareciendo en el pueblo como linyeras a pedir limosna. Y el castigo era estaqueamiento, y fueron muchos los que pasaron por esa tortura.(...) Ya no dormíamos de noche, solamente de día, porque de noche había que esperar que ellos empezaran primero a bombardearnos y gritar cada vez que caía un proyectil; gritar como locos, para que el estruendo no nos rompiera los tímpanos; así que estábamos todos gritando; se oía el silbido del proyectil que venía viajando hacia nosotros, y después el estallido simultáneamente con los gritos, y así siempre, como locos, como verdaderos locos. Nadie podría creerlo y mucho menos los pibes del barrio, los amigos de siempre.»

La desguerra quedó atrás y la realidad adelante. Sin ir más lejos: ¿qué será de la vida de la madre del pibe Vallejos?
Aunque el tema nos produzca desasosiego, vergüenza propia, o vergüenza ajena, sigamos. Conversamos ahora con María Aurelia, la madre de Ignacio Indino, caído en Malvinas. Ella resume lo que dicen centenares de estas madres:
–Ay, ¿hablar de la guerra, de mi hijo muerto? No. No. No. Eso es espantoso horroroso horroroso horroroso.
Y se queda instalada en la palabra horroroso. Y después retorna a la palabra espantoso. Explica:
–Yo vengo de familia de húngaros. Mi padre estuvo cuatro años en la guerra. Hay familias de húngaros y familias de alemanes que vinieron de la guerra y es el día de hoy que no quieren, que no toleran hablar del tema. La guerra es lo peor que hay. No, eso es espantoso horroroso espantoso espantoso espantoso... En noviembre de 1998 pude ir a Malvinas, al lugar donde mataron a mi hijito...¡ay! ¡aayyy!... fue terrible... El dolor para una madre es distinto al de un hermano, inclusive al de un padre. El dolor de madre es insoportable cuando nos arrancan un hijo. Con el hijo nos arrancan el corazón, nos arrancan la carne, nos arrancan los ojos, nos arrancan la vida. La guerra es lo peor que hay.
La guerra es lo peor que hay. La frase será todo lo simple que se quiera, será un lugar común, pero el lugar común está cargado de muertitos. Y esos muertitos de hoy habían nacido para vivir.
Sigamos mirándonos en el espejo intranquilizante de lo que no nos gusta. Hay centenares de madres que a su hijo, soldadito de Malvinas, no lo perdieron en la guerra: lo perdieron aquí, durante la paz, cuando volvieron. Son los chicos que eligieron matarse, porque la pesadilla se les quedó metida en el alma. Una de esas madres se llama, ahora, Elda Zabala. Ahora, porque ella, luego de perder a su hijo Luis, decidió perder matrimonio, casa, padres y apellido.
–Cuando mi hijo Luis fue convocado para Malvinas yo hice de todo para impedir que saliera de mi casa. Cerré las puertas, corté el timbre, escondí la llave. La noche anterior, el que era mi esposo hizo un enorme asado para celebrar por la patria y nuestro hijo sirviendo a la patria. El barrio entero participó de aquella fiesta. Mi marido y mi padre decían que ojalá convocaran a los veteranos para ir también. Estaban locos de entusiasmo, locos. A mí me dieron no se qué y me durmieron, para que me tranquilizara. Cuando desperté mi hijo ya no estaba. Destrocé media casa. Me internaron un tiempo. Después me di cuenta que tenía que tranquilizarme, escribirle a mi hijo, único hijo. Lo esperé en casa. Ya no rompía nada yo, pero odiaba a mi padre, a mi familia, a mi marido.
–¿Qué pasó cuando su hijo volvió?
–Lo que volvió de mi hijo fue su cuerpo, y su cuerpo daba lástima. Por las noches jamás dormía. Temblaba, y apenas si pestañeaba. Yo le daba de comer en la boca, me acostaba a su lado, le hablaba, lo acariciaba, pero él no salía de su estado. Murió cortándose las venas a los ocho meses de su vuelta.

La historia de Elda Zabala, madre de un ex combatiente de Malvinas que buscó su muerte aquí, en este desmemoriado jardín de paz, sigue así: le rompió la cabeza a su marido con una botella, se despidió con insultos de sus padres, hermanos y vecinos que habían celebrado, todos, la participación de su hijo en la guerra de Malvinas. Hizo todo eso y se fue de su casa. Y hasta se cambió de apellido porque siente asco por su nombre. Hasta los 63 años de su edad, Elda vive en una pensión de la provincia de Buenos Aires, sola. Es vendedora ambulante. No quiso tener más el menor contacto con ninguno de sus familiares. Luego de intentarlo durante un par de años, su familia desistió de todo acercamiento. Elda considera que a su hijo lo mataron todos: Galtieri, Menéndez, su ex esposo, sus ex padres, sus ex familiares, sus ex vecinos, todos, todos los que hicieron y/o hicimos aquella fiesta para celebrar la guerra.

Posdata
La desguerra, un vientre al revés.
Que se devora a los inocentes
y deja vivos
a los frívolos, a los eufóricos, a los cobardes de oficina.
¡La puta desguerra que nos parió!

(Epa, cuidado con las malas palabras.
Ah, cierto, nos escandalizamos con las palabras
pero no con los significados,
pero no con los muertitos sin retorno.)

Dejemos, pues, las puteadas, y cantemos, ¡todos juntos!:
Tras su manto de neblina
no las hemos de olvidar
madres que para qué parieron
clama el viento y ruge el mar.

 

Madre (hombre) de Robledo Puch
En la historia del crimen serial en la Argentina, se dice que Carlos Eduardo Robledo Puch tiene el récord absoluto en el lapso que va del amanecer lluvioso del 25 de mayo de 1810 al febrero de 1999, fecha en que estamos escribiendo estas líneas. Robledo Puch, según el dictamen de la justicia, mató a una docena de personas, una por una, en nueve meses. Por entonces él tenía veinte años. Desde 1972 Robledo Puch está en la cárcel, a perpetuidad. Fuera de su récord atroz están los uniformados como Videla, Massera, Camps, etcétera, que torturaron, mataron y desaparecieron a mucho más de dos docenas de miles. Estos humanos, agraciados por el insulto del indulto, se encuentran sueltos o con cárceles a domicilio.
Pero volvamos a Carlos Eduardo Robledo Puch. Su caso conmovió como pocos a la sociedad argentina. Su figura de adolescente seductor, de mirada felina, pelo revuelto, gestos altivos, produjo una secreta admiración por aquellos años. Estaba para los afiches. Como periodista me tocó hacer el seguimiento, estar en algunas de las reconstrucciones de sus crímenes. El pibe Robledo Puch no mostraba abatimiento, se comportaba como héroe de película, miraba en diagonal, hacía alarde de su condición de gato. Por ejemplo, en cierta oportunidad fue subido hasta una claraboya que estaba por lo menos a cinco metros de altura. Los policías mandaron buscar una escalera para el descenso. Carlos Eduardo les propuso: No hace falta la escalera. El gato salta directamente. Y no hace falta que me saquen las esposas. Yo me animo. Estuvo a punto de hacerlo, sus custodios lo frenaron.
Otra postal referida a Robledo Puch. El juez Víctor Sasson siguió el caso en una primera instancia. Un día me mostró en su casa varias filmaciones, en las que aparecía el joven en distintas reconstrucciones de sus asesinatos. Allí se lo ve caminar esposado mientras los curiosos lo insultan todo el tiempo y él permanece inmutable, altivo, relajado. Luego de una tarde de ver esas películas  se asomó un hijo del juez, estuvo unos diez minutos y se fue. Entonces Sasson me dijo: No me va negar que mi pibe, aunque más chiquito, es idéntico, es el retrato de Robledo Puch.
A los cuatro meses de su detención, Robledo Puch había sido observado por psicólogos, grafólogos, asistentes sociales. Una asistenta social propensa a la prensa me hizo acceder a este diálogo con el muchacho que los diarios apodaban desde Chacal a Ángel endemoniado:
––¿Te das cuenta que sos asesino? ¿No te duele haber hecho lo que hiciste?
––No. No me duele.
––¿No sentís remordimiento, el peso de la culpa en las noches, Carlos Eduardo?
–¿Qué culpa tengo yo de haber nacido asesino? Pregúntele a mi mamá y a mi papá.
–¿Qué sentís por tu mamá y por tu papá?
–Mi papá es un hombre bueno.
–¿Y tu mamá?
–Mi papá es un hombre bueno, le dije.
–Carlos Eduardo, vos decís que no tenés la culpa de haber nacido asesino. Pero tenés que saber que nadie nace asesino o santo. Para ser esto o aquello está la voluntad, que nos hace ser mejores o peores.
–Bueno, yo no tengo voluntad. ¿Qué culpa tengo de no tener voluntad?
A partir de aquel diálogo quise conocer y entrevistar al papá de Carlos Eduardo Robledo Puch. Sus vecinos, sus compañeros de trabajo, todos hablaban de él con afecto y con respeto. Coincidían en que era un hombre decente, bondadoso y ejemplar. Digamos que las simpatías no eran tantas con la madre del asesino. Un día fui a buscarlo al padre a una casa de la calle Acacias, en Villa Adelina, provincia de Buenos Aires. Me atendió la abuela de Carlos Eduardo. Me dijo que el padre estaba en Corrientes, en un viaje de trabajo. Que volvía en catorce días. Dejé pasar los catorce y un día más. Volví, pero no salió nadie aunque había gente en el interior. Ya sumergido en esa impiadosa pérdida de conciencia que produce la profesión de periodista, decidí volver otro día, empecé a hacer una especie de guardia. Yo llevaba un sólo interrogante: ¿Cómo un hombre puede soportar el dolor de que su hijo haya matado, fríamente, a una, a dos, a tres, a doce personas?
Hasta que vi salir al padre de Robledo Puch. Encontré a un hombre de traje, corbata, recién afeitado, tristísimo. Tristísimo e indefenso. No hizo nada por eludirme, me miró nomás. Estaba de pie, adentro de su traje, desplomado. Le dije que sólo lo iba a molestar unos minutos; agregué esas trivialidades que se pronuncian cuando uno no sabe qué decir. Nos quedamos en silencio, mirándonos. Lo nombré por el nombre. Me pidió por favor, en voz muy baja, que olvidara su nombre: Yo estoy en este mundo... pero no existo. Seguimos mirándonos. Sin una palabra. De pronto, sin la menor agresividad, el padre de Robledo Puch me dijo gracias. Y se dio vuelta y empezó a alejarse. Caminó unos diez metros y se detuvo. Temblaba. No volvió la cabeza. Después, despacio, siguió caminando. Lo vi llegar a la esquina, y subir al auto. Partió, sin acelerar.
Todo lo que pude hacer por él, por este hombre, es no escribir jamás su nombre completo en una nota periodística.
Cuando se alejaba, cuando se detuvo, cuando lo vi que temblaba, cuando vi su nuca desguarnecida, sentí algo que sólo después de años pude descifrar: ese hombre, el papá de Carlos Eduardo Robledo Puch, en aquel momento estaba desgarrándose como sólo se desgarran las madres, las madres al parir. Pero su parto de padre–madre era sólo de dolor, de dolor sin gloria ni redención. De dolor sin pausa,  para siempre, irreparable.

Posdata
Hijo, yo también te parí.
Hijo, ya jamás podré asomarme a tu cama para sentirte respirar.
Hijo, ¿por qué, por qué?
Hijo, estás solo como nadie en la tierra.
Hijo, estoy solo como nadie en la tierra.
Hijito.